Ah, bueno, si es la tradición…

Ah, bueno, si es la tradición…
Tradición, entrañable tradición
Tradiciones

Sobre monos, plátanos y duchas

Es muy conocido el experimento que realizaron hace tiempo con seis monos.

Estaban en una jaula y en la misma había una escala que llevaba a una cesta con plátanos.

Cada vez que alguno intentaba subir a por los plátanos, una ducha de agua helada los bañaba a todos.

Lo repitieron hasta que llegó el caso en que si algún mono intentaba trepar por la escala, los demás le golpeaban para impedírselo. Sabían lo que les ocurriría a continuación.

El siguiente paso fue sustituir a uno de los monos por otro nuevo que no conocía aquello.

En cuanto se acercó a la escalera recibió una paliza del resto, que temían una ducha helada.

El nuevo no sabía nada de la ducha, pero al poco ya entendió que no debía intentar subir por la escala. Salvo que quisiera llevarse una golpiza.

A continuación cambiaron a otro mono y se repitió la historia pero, en este caso, además, el mono que había entrado antes y no conocía las duchas heladas, también participaba en golpear al nuevo.

Él ya había asumido que estaba prohibido acercarse a la escalera.

Terminaron sustituyendo a todos los monos, hasta que ya no quedó ninguno del grupo inicial.

Todos habían entrado después de la fase de las duchas de agua helada y no las conocían.

Sin embargo, todos participaban del hecho de que había que golpear a aquel que intentase alcanzar los plátanos. Aunque no sabían por qué.

Aquí hay gato encerrado

La historia de los monos es archiconocida. No lo es tanto otra tan esclarecedora o más sobre la irracionalidad de algunos comportamientos, ya que sus protagonistas son humanos. Y un gato.

Ocurrió que un maestro espiritual, un gurú, que tenía su grupo de acólitos, tenía también un gato por mascota.

Cuando el gurú iba a realizar su oficio religioso y empezaba a montar su altar, con el incienso, las velas y todos los accesorios que correspondan a tales menesteres.

El gato, que era muy revoltoso y no entendía de cultos espirituales, pasaba entre todos los chirimbolos, volcaba el cáliz, tiraba las velas y lo ponía todo manga por hombro.

Aunque el gurú intentó educarlo, no tuvo tanto éxito como con sus seguidores. Finalmente, no tuvo más opción que atarlo cada vez que iba a oficiar una ceremonia.

Pasó el tiempo, el gurú pasó a otro plano más elevado (que la palmó, vamos), también llegaron otros acólitos y se renovó la congregación. Pero se mantuvieron los ritos, que fueron pasando de unos a otros, como manda la Sagrada Tradición.

El gato también cambió, pero siempre hubo uno.

Los discípulos no sabían el porqué, pero antes de empezar cada misa había que buscar un gato y atarlo.

Era lo que veían sus antecesores y era lo que hacían ellos, ya para siempre, por tradición.

La Sagrada Tradición

La tradición es la transmisión de costumbres de un pueblo, de padres a hijos, a través de generaciones, según dice el diccionario.

Pero no dice nada que sea algo sagrado y vital; que haya que mantener a sangre y fuego sobre los cadáveres de los miembros del pueblo.

Todavía menos dice que el origen de esas tradiciones, a veces, son fruto de la ignorancia, la estupidez, la irracionalidad e incluso la maldad.

Y que, repito, a veces, estaría bien conocer ese origen para ver si se justifica esa defensa a ultranza de la dichosa tradición.

Por cierto, que también a veces, eso de “a través de generaciones” es mucho decir porque algunas tradiciones nacieron anteayer por la tarde.

Yo he visto a un señor, en reuniones de una cofradía, proponer innovaciones año tras año y, en la presentación de las mismas decir “y lo haremos tradicional”.

Puede que dentro de cien o doscientos años, esas cositas inventadas por ese señor sean, efectivamente “tradicionales”, pero su origen no tendrá nada de sagrado ya que obedecerían únicamente a lo que el baranda de entonces se sacó del arco del triunfo. Como casi todas.

Tradiciones “simpáticas”

Hay tradiciones que pueden resultar muy simpáticas, graciosas, interesante y hasta irresistibles según para quién.

Eso de rodar ladera abajo persiguiendo un queso, como hacen o hacían en Cooper’s Hill es “chocante”, como suelen decir los británicos, pero la han terminado prohibiendo por la cantidad de gente que afluía (más de 150.000) y podía dar lugar a accidentes.

Y puede tener su gracia, para los que les gusta mancharse y pringarse, lo de la tomatina de Buñol.

Gustarán más o menos, pero al menos son incruentas (salvo el conejo que murió arrollado en una de las ediciones de los perseguidores de quesos).

Una tribu malasia tiene la tradición de que los recién casados no pueden ir al baño a hacer sus necesidades durante tres días y tres noches, y además son vigilados por los parientes para que no infrinjan esa Sagrada Tradición. Intentan no comer ni beber para evitarlo.

Hay parejas afroamericanas que saltan una escoba después de casarse, igual que aquí les arrojamos arroz y ahora, además, se ha puesto de moda romper las copas de champán después del brindis.

Lo del arroz viene de Asia, como muestra de abundancia y riqueza, ya que la presencia de este grano indicaba que habría algo para comer.

Como en Europa el cereal por excelencia era el trigo, lo que en las bodas estaba presente y se repartía era trigo.

Luego nos cargamos esa Sagrada Tradición (¡mecachis!) y adoptamos la del arroz, igual que ahora hemos incorporado Jalogüin en lugar de Todos los Santos y, pronto, me juego una peseta de las de antes, adoptaremos la celebración de Acción de Gracias.

Sólo faltan tres o cuatro películas y dos series yanquis más y listo.

Que conste que tradiciones hay para dar, vender y regalar. Pero no tengo gigas de capacidad en mi blog para recogerlas todas.

Tradiciones no tan graciosas

Yo quería referirme sobre todo a esas que no son tan graciosas e inocuas y empiezan a ser pesadas, cargantes y casi rayanas en el delito.

Algunas pueden resultar graciosísimas a los defensoras de ellas, como la guerra de las bolas de fuego, en Nejapa, El Salvador, donde se arrojan bolas incendiarias hechas de tela y remojadas en gasolina, como si fueran simpáticos cócteles molotov.

Es una tradición que se celebra desde los años 20 del pasado siglo, para conmemorar una batalla entre el diablo y San Jerónimo, que las tuvieron entre ellos también a bolazos.

En lo que lleva celebrándose esta graciosa y chocante tradición, “sólo” han muerto 7 personas. Es de suponer que participaban voluntariamente, al menos.

Tenemos luego otra graciosa salvajada, como la de Solapur, en la India, que consiste en arrojar bebés recién nacidos desde el techo de un templo a una lona que espera abajo, como los bomberos en pleno incendio rescatando víctimas. Por ahora, dicen, no ha muerto nadie.

Hay también muchas tradiciones que no están asociadas necesariamente a festejos.

Como son el Hara Kiri, los eunucos, los pies vendados de las mujeres chinas, la ablación del clítoris tan extendida en África, la momificación en vida de algunos budistas, los sacrificios humanos de tantas culturas, como las celtas o las precolombinas, etc. etc.

Tradiciones divinas

Sean más o menos inocuas, graciosas o no, absurdas o con cierto sentido, todas tienen algo en común: el carácter cuasi divino que le dan sus seguidores, una divinidad original o sobrevenida con el transcurso del tiempo.

Cuando llega el verano sobre todo y empiezan las fiestas populares en que se arrojan cabras desde los campanarios (creo que afortunadamente esto ya está prohibido), se alancean toros por los valerosos lanceros de Tordesillas, se prenden fuego a los cuernos de los “bous del carrer”, se arrancan cabezas a los gansos en carreras a caballo (ahora sustituidos por patos de goma), se abaten vaquillas de disparos de escopeta y una larga lista de horrores, me horrorizo.

Y no me horrorizo solamente por las salvajadas que se hacen a pobres animales.

Me horrorizo también, y quizás más, por los argumentos que suelen dar los defensores de la tortura y la masacre: “es que es la tradición”.

Acabáramos. Estamos dispuestos a saltarnos todas las leyes que hagan falta, sean fiscales, de tráfico, administrativas…

Estamos listos a incumplir normas de educación, de respeto, de convivencia…

Nos pasamos por los cataplines las ordenanzas municipales, las de la comunidad de vecinos y hasta las dos horas después de comer para bañarnos (que es lo más sagrado, según nos inculcaron nuestras madres).

Pero no podemos romper la tradición de arrancarle la cabeza al pato, de despeñar la cabra, de degollar al toro. Es la tradición.

Y si la perdemos vamos a perder también nuestra identidad como pueblo, nuestra personalidad, nuestras raíces. Así, que cada vez que oigo en los informativos que las salvajadas hay que mantenerlas porque son la tradición, me digo para mí, “Ah, bueno, si es la tradición…”

Cuando oigo decir que el hombre es un animal racional, me revuelco por el suelo.

Si alguna vez ven a un tipo dando vueltas por el suelo, haciendo la croqueta, riendo como un gilipollas, a lo mejor ese imbécil soy yo y es que he oído decir que el ser humano es un ser pensante, o he oído hablar del homo sapiens.

Por favor, no intenten impedírmelo. Déjenme hacerlo. Es una tradición que tengo.

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