¡Hay carta de Jardiel!
Estoy enamorado de Jardiel Poncela desde que lo leí por primera vez. Fue «¡Espérame en Siberia, vida mía!» y entonces yo hacía el bachillerato.
A mí, por entonces, me chiflaba Álvaro de Laiglesia -, insigne escritor, humorista.
Mi admirado Álvaro fue director por muchos años de «La Codorniz» (la revista más audaz para el lector más inteligente).
El primero de los muchos libros que leí de él fue «Sólo se mueren los tontos», luego vinieron otros «Yo soy fulana de tal» «En el cielo no hay almejas», etc.
Hablando de todo ello con un compañero de clase, en el Instituto Isaac Peral, creo que fue Alberto Barragán, aunque no estoy seguro de ello, me dijo: «Bah, eso no vale nada al lado de Jardiel Poncela«.
Aquello me dolió. Y me dolió por tonto y orgulloso. Hay que ser muy tonto y muy orgulloso para, habiendo leído cuatro libros mal contados, creer que lo sabes todo y otro puede saber más que tú.
Pero el caso es que llevaba razón mi compañero. Jardiel era más, era lo más. Como decía, su primera novela que leí fue «Espérame en Siberia, vida mía» y yo creo que las carcajadas que solté cuando lo leí y llegué al túnel, encontrándome varias páginas totalmente negras, (hasta que salimos del túnel, claro), todavía resuenan por el éter.
Todo Jardiel
He leído todo lo de Jardiel. Tengo todo lo de Jardiel. Me entusiasma todo lo de Jardiel. Y, por eso, si cae en mis manos algo que sea inédito o supuestamente inédito me lanzo a por ello como una fiera.
Hace unos días encontré por internet un documental (antiguo) hecho por Televisión Espantosa -como la llamó acertadamente, aunque por un lapsus, su directora Roja María Mateo- en que repasaba la vida de Enrique Jardiel Poncela. Y me dejó un gusto amargo porque, de nuevo, la Horda había metido sus zarpas.
Cuando terminabas de verlo, llegabas a la conclusión de que Jardiel era un personaje casi progre, con un padre socialista, y cosas así.
Años después de su muerte se publicaron diferentes escritos que no habían llegado a ver la luz en su vida, por diferentes razones. Bien porque el autor consideró que no debía hacerlo, o no hacerlo todavía, o no encontró el hueco adecuado, o vaya usted a saber. El caso es que con el título de «Obra Inédita» se publicó en 1967 un popurrí de escritos del maestro.
Entre esos escritos, había alguno de sus opiniones políticas. Y concretamente me voy a referir a la «Carta sobre la Guerra Civil Española dirigida al periodista mexicano Armando de María y Campos«.
Ese escrito estaba destinado a deshacer los errores y confusiones que tenían allá en México sobre lo ocurrido en España. La carta, que es muy larga, y dificultosa de escribir por la cantidad de datos e información que requería, no llegó a terminarse.
La inició el 28 de mayo de 1947 y, aunque él murió en 1952, la dejó inacabada. Se explica esta tardanza por la grave enfermedad que padecía Jardiel en sus últimos años y sus enormes dificultades de todo tipo.
HAY CARTA DE JARDIEL
En 2017 se reeditó la Obra Inédita de Jardiel. (Los textos que quedaron en el cajón) se subtituló.
Pero… en 2017 ya estábamos en pleno proceso de «Memoria Histérica». Esa preciosa ley que se dedica a reescribir la historia. Bien falsificando, bien inventando, bien exagerando, bien atenuando o bien suprimiendo todo aquello que no es conveniente para el pensamiento único que hay que inculcar a la gente.
Y, al parecer, no era conveniente, o no era políticamente correcto, no era sostenible, verde, resiliente, o como carajos quiera decir cualquier progre de ahora lo que decía Jardiel. Y la carta desapareció en esta nueva edición.
En la foto, mis dos libros de la Obra Inédita de Jardiel. A la izquierda, la edición de 2017, en la que la carta volvió a quedarse en el cajón. A la derecha, la edición de 1967, donde se ve la famosa carta.
Otra pieza que se ha cobrado la Memoria Histérica de la Horda.
De modo que, la vuelvo a sacar del cajón y la inserto aquí, para aquellos que tengan curiosidad por saber lo izquierdista y progre que era Don Enrique.
CARTA (DE JARDIEL PONCELA) SOBRE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
DIRIGIDA AL PERIODISTA MEXICANO ARMANDO DE MARÍA Y CAMPOS
Mi buen amigo y querido compañero:
Recibo su carta y me apresuro a contestarle para agradecerle como se merece su envío de libros, el primer paquete de los cuales está ya en mi poder, y para responder a todos los extremos de su carta que de tanto interés es no dejar sin comentario detallado y preciso, sobre las cuestiones que ustedes, por desgracia, sólo han tenido ocasión de conocer falsedades y a través del ardor de la inventiva, más apasionada. […]
Así es que, antes de nada, he creído deber mío expresarle ese afecto que ya siento hacia usted y esa atracción que usted me inspira.
He pensado que la mejor manera y la más fehaciente de probarle esos sentimientos de corresponder a los suyos, era escribirle una información fría, objetiva: y en la que se refleje la verdad rigurosa de cuanto me ha afectado en las luchas de mi país, así como el panorama de esas luchas, pintado con arreglo a esa misma verdad rigurosa. Finalmente, con este esfuerzo, que va a ser grande y penoso, corresponderé al placer que la lectura de sus crónicas teatrales me ha producido. Y a ello voy.
Carta de Jardiel 1
Jamás he sido hombre de «derechas» o de «izquierdas» (refiriéndome siempre a las españolas). Me gustaron siempre las ideas inherentes a los dos bandos y con su mezcla estaba hecha mi ideología ecléctica.
Dos ejemplos entre muchos: amaba el sentido histórico y reverencial de la tradición en mil aspectos, propio del programa de derechas y amaba también el sentido porvenirista y reverencial del progreso y de la libertad, genuino del programa de izquierdas.
Hubiera deseado, pues, una política española de tipo mixto, con lo bueno de los dos lados, ya que el juego clásico de ambos partidos turnándose en el Gobierno copiando del sistema inglés no producía en España (país diametralmente diferente a Inglaterra) más que oratoria, arribismo, confusión, inmoralidad política, conflictos, esterilidad y decadencia.
Hijo de padre periodista (socialista de acción durante la primera mitad de su vida) y cronista político de las Cortes durante muchos años, pisé el Congreso y lo frecuenté a diario desde los siete u ocho años hasta los quince; y como las impresiones de la infancia son limpias, certeras e indelebles, ya en la adolescencia yo tenía firme en mí la convicción por observación de que con las Cámaras de representantes nombrados por «sufragio» en España no se podía gobernar: si por gobernar se entiende administrar y engrandecer (o conservar la grandeza) a un país.
Carta de Jardiel 2
Esta extraña y excepcional vida infantil, producida por la profesión de mi padre, y por su manera avanzada de entender la educación de los hijos, me dio muy pronto lo que en España no ha abundado nunca y en Inglaterra ha sobrado siempre: sentido político.
Pero no paró ahí la cosa, y por parte de mi madre y de su arte (pues era pintora y laureada varias veces en certámenes nacionales y extranjeros) recibí el contragolpe espiritual del sentido artístico.
De suerte que por un lado noté en seguida el lastre del realismo; y por el otro, el hidrógeno del idealismo; y así el primero me arrastró siempre a acatar y obedecer las leyes de la naturaleza de las cosas y el segundo me impulsó siempre a repugnar de las leyes en todo lo demás: arte, opiniones abstractas, sentimientos, anhelos, etc.,
En suma: ya en mi primera juventud era yo un individuo muy completo, con cultura digerida y asimilada, ideas claras y precisas; muy observador; capaz de análisis y de síntesis, y con bastantes y suficientes datos dentro de mí para tener conciencia aguda y personal criterio. Habilidad manual y dialéctica; gran salud física; afectividad muy intensa y una herencia nacional muy acusada (mi padre era aragonés y mi madre castellana «vieja”) completan el cuadro.
Resultado vital: éxito en cuanto emprendí y brillantísimo desde el primer momento, con el máximo esfuerzo y la mínima fricción. (Imprescindible esta «foto» personal, que le ruego que me disculpe; pero que ha de aclarar y dar fuerza a muchas líneas de las subsiguientes de esta carta. Y sigo donde me dejó el inciso «fotográfico personal».)
Carta de Jardiel 3
Hasta 1928 estudié en la Facultad de Filosofía y Letras, que abandoné antes del doctorado para dedicarme primero al periodismo y luego a la Literatura, uno y otro en todos sus aspectos, hasta el de la platina y como confeccionador en el periodismo.
Y el TEATRO, LA NOVELA, LA CRÓNICA, LA CONFERENCIA, y el ENSAYO, en lo literario. En cuanto a la política de mi país fui siempre un espectador y nada más, porque nunca me atrajo ni me interesó más que como tal.
Pensaba: La política es la ocupación de los que no tienen ocupación y la oratoria es el talento de los cretinos. Me absorbía la literatura, las mujeres, la charla amistosa y la lectura. Más tarde iba a añadir a esta lista de ocupaciones y preferencias, los viajes. Y siempre, fumar y tomar mucho café.
Como espectador político, en septiembre de 1923, contemplé el Golpe de Estado (relativo, pues lo llevó a cabo de acuerdo con la Corona) del general Primo de Rivera; y (como a todos los españoles de entonces) me pareció bien porque acababa con un estado de anarquía, iniciado ya en 1909 con los sucesos de la «Semana sangrienta» en Barcelona, y en plena furia y apogeo en el momento en que lo cortaba el dictador.
Carta de Jardiel 4
Me pareció bien como solución momentánea, pero me alarmó (cosa que, en cambio, le sucedió entonces a poquísimos españoles) porque falta de un ideario sólido (o de hechos previos admirables y mesiánicos) no le veía futuro a la Dictadura de don Miguel Primo de Rivera: con mucha razón llamada pronto en todo el país Dictablanda.
Y por consecuencia de ambas cosas: por ser dictablanda (incongruencia política gravísima) y porque su falta de ideario o de hechos previos admirables y mesiánicos la privaba de toda continuidad en el futuro, al ser derribado Primo de Rivera por la noble puerilidad de su carácter y por una zancadilla política de don Alfonso XIII (simpático y funesto individuo metomentodo y anticonstitucional de nacimiento), España se encontró con que tenía que seguir andando habiéndose terminado delante de sí el camino por donde andaba.
Y España cayó en la República. Digo cayó no porque yo juzgue malo el sistema republicano (ningún sistema de gobierno es malo ni bueno en sí), sino porque ya había resultado malo como sistema para España.
Porque el español es (clave de sus reacciones) anarquista, o sea individualista, en su esencia y por lo tanto indómito y desbordado por naturaleza y sabe disfrutar de la libertad cuando cree que no la tiene, pero abusa de ella en cuanto alguien la anuncia que la tiene y él se dé cuenta de que la tiene.
Y éste es el momento de aclarar que la «Leyenda Negra» de las opresiones en España es sólo eso: una Leyenda; y que «jamás» hubo opresiones en esta tierra, porque el español nunca hubiera tolerado una opresión y que cuando el español «dijo vivir oprimido» gozaba de una inmensa libertad —la mayor de cualquier país conocido— sólo que no se daba cuenta de la inmensa libertad de que gozaba.
Carta de Jardiel 5
Aquella República nuestra de 1931 no vino traída por el republicanismo de los españoles, pues los partidos republicanos siempre han sido aquí exiguos y tomados poco en serio, sino que vino traída por un antimonarquismo de momento, que no es igual, ni muchísimo menos. (Un chispazo de «Aire republicano», que estallara en 1930 en la ciudad de Jaca, con la rebelión de un joven capitán del Ejército llamado Fermín Galán —fusilado, al fracasar a las pocas horas la rebelión, por el último gobierno monárquico en unión de su camarada de aventura, el capitán García Hernández—, había sido en realidad, un primer chispazo comunista», pues comunista de ideas era Fermín Galán, igual que su hermano, oficial también del Ejército, que actuó en nuestra guerra civil del 36 y ahora refugiado en Uruguay.)
(Como tantas otras cosas habían de falsear, también las izquierdas falsearon luego este episodio, que se conoció por el nombre de «La Rebelión de Jaca» dándole una significación netamente republicana para extender la impresión de «una atmósfera de republicanismo» en el país, que en la realidad no existía, y tremolándolo como un banderín de propaganda un tiempo antes y un tiempo después, sobre todo, del período republicano, «de hecho».) La República de 1931, repito, vino traída no por el republicanismo español, sino por un antimonarquismo de momento.
Carta de Jardiel 6
Éste es un axioma que no quisieron aceptar ni los pocos republicanos (federales) que existían en España al advenimiento de la República, ni los millones de españoles que se hicieron en veinticuatro horas republicanos en abril de 1931 y no bien declarada la República. Pero es tonto no querer aceptar los axiomas, porque a la larga hay que tragárselos quieras que no, porque son axiomas.
Y aunque los españoles de 1931 no quisieran aceptar el axioma de que España nunca ha sentido y amado la República, tuvieron que tragársela muy poco tiempo después: al ver cómo ellos mismos la repudiaban en seguida de proclamada, empujándola hacia zonas no republicanas y muchísimo más extremas que sentían y amaban más. Llegada por sorpresa y bruscamente, traída por aquel antimonarquismo de momento en unas simples elecciones municipales y por el peso decisivo del socialismo obrero, la República dejó atónitos de sorpresa a todos, principalmente a los pocos republicanos que existían en el país.
Pero durante el día siguiente, 15 de abril, las masas de los españoles se hicieron republicanas y tomaron la actitud de quien ha logrado el objetivo de toda su vida. El Rey dio un manifiesto diciendo que se iba para no derramar sangre española en una contienda civil: preciosa frase para los bobos.
Mentira risible para los que no éramos bobos y sabíamos que se iba porque se había quedado solo, pues al pedir ayuda al general Sanjurjo (cuya intervención hubiera impedido seguro la República en aquel momento de unánime estupefacción) se encontró el Rey con que Sanjurjo tenía idea de la lealtad (concepto ignorado por don Alfonso y por muchísimos otros reyes) y que esa lealtad- hacia el recuerdo de su amigo fraternal Primo de Rivera («zancadilleado» por el Rey, y muerto, aún no sabemos si violentamente o de amargura, en su exilio de París) le movía a negar ayuda al «travieso» monarca, lo cual era tanto como prepararle el baúl Hartmann a Don Alfonso.
Carta de Jardiel 7
Conque Don Alfonso cargó con su «baúl Hartmann» y se embarcó en Cartagena, a bordo del crucero «Príncipe Alfonso» con rumbo al destierro. Al desembarcar en Marsella, un francés le dio una bofetada. (Abofeteando a aquel último Borbón que reinaba en España, Francia —que había impuesto al primero que reinó—, se daba una bofetada a sí misma. Era la primera de un masoquismo suicida. Desde entonces, Francia se ha dado tantas bofetadas a sí misma…)
En su mutis por el Mediterráneo, Don Alfonso dejaba detrás una espantosa tragedia incubándose (triste estela para un Rey tan dicharachero y tan «simpático»); para empezar, había que denominar a la recién nacida República; y como llamarla anarquista era demasiado fuerte (aunque hubiese sido la más españolista), y como llamada socialista resultaba un poco brusco para una República que ya de por sí había venido bruscamente, y como llamada soviética era descubrir excesivamente pronto las intenciones (todo vendría a su tiempo), se la llamó «de trabajadores», con lo cual ya se la ponía en peligrosa postura: pues —tratándose de un país donde los ciudadanos suelen trabajar a regañadientes— no dejaba de prestarse a lo humorístico.
Durante horas el poder había estado tirado en las calles y a la porteé de la main, que dicen los franceses: sin pertenecer a nadie; un gobierno reunido a toda prisa y aún temeroso de que le dijeran El señor no recibe llamó a la puerta del Ministerio de la Gobernación (llamó materialmente, en la puerta) y aguardó en la calle rodeado por la muchedumbre; la Guardia Civil que hacía guardia detrás de aquella puerta, abrió: y hubo Gobierno republicano.
Carta de Jardiel 8
El Jefe de la Guardia Civil era entonces el general Sanjurjo: de suerte que la República a él debió la vida. (Quizá por eso, cuando, en julio de 1936, Sanjurjo dejaba Portugal en avión para —unido a Mola y a Franco— derribar a la que él había levantado, el destino dijo: «No. Tú, no. Una mano inocente…», y Sanjurjo murió en accidente de aviación, igual que Mola más tarde, porque la «Mano inocente» en tal cuestión era la de Francisco Franco.)
Aquel primer Gobierno de la República había recogido el poder del suelo, sin más molestias que agacharse a cogerlo; pero sólo se estima, se conserva y se honra aquello que se ha ganado duramente con el esfuerzo, y aquellos hombres no supieron ni estimar el Poder, ni honrarlo, ni conservarlo. Y desde el primer momento, les faltó todo: un programa coherente; ideas propias, constructivas y administrativas; organización estatal; ideal, amor a la Patria; espíritu de independencia y hasta prestancia digna y calidad personal. Antes del año, el Presidente de la República ya se le conocía por el remoquete de «El Botas», aludiendo al calzado ordinario que usaba, porque los españoles en estado natural, y como buenos individualistas, llevan todos un crítico dentro y tienen un gran sentido del humor.
Y a los 16 meses surgía el primer chispazo antirrepublicano de «derechas» que se conoció por «el 10 de Agosto» y que ya costó vidas y muchos destierros. y a los 20 meses brotaba el primer chispazo antirrepublicano de «izquierdas» que se conoce por «sucesos de Casas Viejas» (pueblecito gaditano), donde la República ya se manchó las manos con sangre de los que más habían contribuido a su proclamación, al hacer una durísima represión contra anarcosindicalistas vueltos contra ella.
Prácticamente desde el primer día de República, gobernaba el partido socialista, muy fuerte y nutrido principalmente de las clases obreras, subalternos y oficinistas adscritos a la Unión General de Trabajadores (U.G.T.), que al amparo de la noble ingenuidad de Primo de Rivera, se había organizado para la eficacia y la acción durante los seis años de la Dictadura.
Carta de Jardiel 9
Al frente se hallaba con mandato indiscutido Largo Caballero, antiguo obrero estuquista, hombre de poquísima inteligencia, pero tenaz, frío hasta la crueldad y sobre todo fanático integral, que pronto hizo bascular el partido hacia el comunismo, creando las Juventudes Socialistas Unificadas: fuerzas de choque ya.
Un partido Comunista autónomo organizado en células, clandestinamente, comenzó a hacerla a la luz del día, con mítines, fundaciones de «Ateneos» de barriada, Socorro Rojo, Sociedad de Amigos de Rusia, editoriales, etc. Y un partido Trotskista: El P.O.U.M. (Partido Obrero de Unificación Marxista).
Y por otra parte, y potentísima por su fabuloso número de afiliados, se alzaba la Confederación Nacional del Trabajo (C.N.T.) a cuyo ideario se le despegaba lo de Nacional, pues incluso en los carnets se leía La patria es el Mundo, la familia, la humanidad, y que era anarcosindicalista. Otra organización menos potente en el número de afiliados, pero más expeditiva y pugnaz, «organizaba» a los anarquistas en la Federación Anarquista Internacional (F.A.I.).
Los demás partidos de izquierdas: Izquierda Republicana, Unión Republicana, Federalismo, Radicales y Acción Republicana, contaban con poca fuerza de acción y vivían a las órdenes de socialistas y anarcosindicalistas, a pesar de que la jefatura del último mencionado la sustentaba Azaña, que llegó a tener verdadera popularidad y partidarios devotísimos.
Carta de Jardiel 10
Era Azaña un hombre mediocre, antiguo empleado de la Dirección de Registros, ex secretario del Ateneo y autor de tres libros que no se habían leído; provisto de una cultura lo bastante superficial para creerse él mismo un hombre culto y para impresionar a las masas: y orador de mucho éxito por la amargura y el derrotismo rencoroso con que trataba los temas. históricos principalmente.
Su mecánica oratoria no era complicada: consistía en presentar como axiomas lúgubres e impresionantes todas las calumnias que contra España y sus hijos gloriosos se han repetido en el Mundo, y presentar como tópicos risibles y despreciables todos los elogios que a favor de España y de sus hijos gloriosos se han repetido en el Mundo; de ello resultaba al admitir como artículo de fe lo malo y al burlarse incrédulamente de lo bueno, que España había sido siempre un país despreciable y los españoles los seres más miserables de la creación.
En suma: crítica negativa, muy del gusto del español medio, que no olvide usted, el individualismo, disfruta oyendo hablar mal de sus semejantes.
Claro que este caso de Azaña tampoco es nuevo en nuestra Historia: la misma amargura derrotista y calumniadora ejercida por el Padre Bartolomé de las Casas creó para siempre la leyenda negra de la conquista española en América: y aún creen en ella los países americanos y aún cree en ella España, que es lo más gordo; pues ¿cómo no había de ser verdad, si lo decía un «testigo español»? Y nadie —naturalmente— podía pensar que existen y han existido españoles —como el Padre Las Casas— a quien el derrotismo más amargo: propio quizá, de una mente y un organismo enfermos, convertía en los peores enemigos de España.
Azaña era uno de éstos, en sus discursos y en sus libros; y sus libros no se habían leído; pero, ¡ay!, sus discursos los oía todo el mundo por la radio… e hicieron más daño que el peor veneno.
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Finalmente existía también un partido Sindicalista muy escaso, con Pestaña al frente; pero a Pestaña, en otro tiempo muy popular, ya se le había hecho el vacío entre las izquierdas, porque hombre sincero, aunque obrero de toda su vida, había escrito un libro, de vuelta de un viaje a Rusia, diciendo que el comunismo era una tiranía feroz; y eso no se decía sin quedarse solo en la España Republicana. (Y era un trato de favor…)
Frente a todas esas fuerzas, no había demasiadas en la acera de enfrente… Veámoslas. Un partido burgués y de inspiración vaticanista con la jefatura de Gil Robles: antiguo redactor del diario del jesuita Herrera, El Debate, y hombre tan mediocre, tan medio-culto, y tan orador como Azaña; muy semejantes ambos, salvo en la «intención»; partido bastante numeroso pero tímido y lleno de prejuicios para la acción, titulado Acción Popular.
Otro partido (Calvo Sotelo) monarquizante, poco numeroso y bastante tímido en la acción, Renovación Española.
Carta de Jardiel 12
El clásico partido «Tradicional» (antiguo Carlismo) muy enérgico y capaz para la acción, pero pequeño y reducido a Navarra, donde no había nadie que no fuera apasionado afiliado a él. (Yo le gastaba la broma al actor Benito Cibrián —padre del galán Cibrián que está en México— y que era de Pamplona e izquierdista furibundo, de: «Estás haciendo el ridículo, Benito: eres el único de izquierdas que ha nacido en Pamplona».)
Con el tiempo Gil Robles creó unas juventudes para oponerlas a los socialistas, la J.A.P. (Juventudes de Acción Popular), pero no actuaban mucho que digamos. y en fin: comenzaban a aletear dos pequeñas organizaciones: las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (J.O.N.S.) fundadas por un joven impetuoso y alucinado del Fascismo italiano —Ledesma Ramos— y que hacía su propaganda entre obreros y campesinos principalmente, pero en pequeña escala; y Falange Española (F.E.) fundada por José Antonio Primo de Rivera, de ideario parecido, pero no semejante, pues era poco fascista y con más sentido español y que estaba nutrido por el elemento estudiantil, por lo cual tenía a diario enfrente otra organización también estudiantil, pero izquierdista: la Federación Universitaria Española (F.U.E.)
Más tarde las J.O.N.S. y la Falange se fusionaron bajo el mando de José Antonio y se llamó el partido en lo sucesivo Falange Española de las J.O.N.S. y más tarde aún, ya durante la guerra, para evitar discusiones y algún tiro que otro entre ellos, Franco fusionó la Falange con el Partido Tradicionalista navarro, quedando la denominación definitiva de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S. Los bromistas, como el nombre era tan largo, añadieron: «y de los grandes expresos europeos.»
Esta broma se gastaba en plena guerra y en el territorio de Franco, donde el español seguía riendo, aun frente a las trincheras, pues en el lado de Franco nunca se perdió el sentido del humor: ésta es la verdad.
Carta de Jardiel 13
En realidad, Franco hizo aquello porque los dos únicos partidos antiizquierdistas capaces de la acción directa y con empuje eran la Falange y los Tradicionalistas: de ahí que las peores propagandas se hayan hecho luego en el mundo contra ellos: porque ya sabían de sobra las «izquierdas» que aquellos eran también sus más serios enemigos civiles. Y también durante la guerra, en el territorio «republicano» se perseguía y cazaba como a alimañas a los falangistas: y el descubierto como tal, ya sabía que no tenía que esperar sino la muerte.
Por lo que afecta a las fuerzas armadas —Guardia Civil, Carabineros, Guardias de Asalto y Policía— estaban consideradas como gubernamentales y republicanas (aunque luego se vio que dentro de ellas había de todo).
Con respecto al Ejército, Azaña lo había pulverizado desde que fue ministro del ramo; y las propagandas comunistas y socialistas habían hecho una labor demoledora entre la tropa, dentro de los cuarteles. Además, las plantillas se habían reducido al mínimo, y el material era viejo, malo y escaso. La aviación, casi no existía ya, a fuerza de no reponer los aparatos desechos por el uso: y existían espléndidos pilotos… que no tenían con qué volar. La oficialidad del Ejército se conservaba en general unida con mucho espíritu patrio, aunque no faltaban excepciones ganadas por el izquierdismo, sobre todo en los altos mandos, pero eran los menos; y desde luego, casi todos los incapaces, técnicamente hablando: esto es lo cierto.
En cambio, un sector del Ejército se conservaba íntegro, hecho una masa, oficialidad Y tropa: El Ejército de África; y ése fue el corazón del organismo militar de Franco, que al acabar nuestra guerra —y en la actualidad— era una fuerza extraordinaria. Y temible.
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Al Ejército de África estaba adscrito el Tercio, que fundara Millán Astray en 1920, fuerza irresistible, cuya primera «Bandera», al organizarse, fue mandada por Franco cuando no era más que comandante. y también pertenecían a aquel Ejército las fuerzas moras mandadas por españoles, llamadas Regulares de Ceuta, Regulares de Melilla, Regulares de Tetuán Y Tiradores de lfni, organizadas en «Tabores» y «Mehallas». Éste era el panorama de las fuerzas políticas que existían en los años de la República, de 1931 a 1936.
Me preguntará usted qué pensaba la masa del país ajena a estas organizaciones y yo le contesto que la pregunta no es fácil de contestar, principalmente porque esa masa del país, al ser ajena a las diversas organizaciones, no opinaba y era difícil saber cómo pensaba, sobre todo en cuanto a unanimidad.
De todas suertes, puedo afirmarle con exactitud que una gran masa del país era neutral e indiferente en política y deseaba únicamente vivir lo mejor posible y con el mínimo esfuerzo: Y ahora había aceptado la República esperando que ella le realizara ese ideal; como ya lo había esperado de la Dictadura; y antes, de la Monarquía de Alfonso XIII; y antes de la Regencia; y antes de Alfonso XII; y antes, de la Primera República; y antes, de Amadeo; y antes de Isabel II, etc., etc., pero que murmuraría de la República y desearía su caída en cuanto se convenciera de que tampoco la República le realizaba ese ideal como había murmurado y había deseado su caída de la Dictadura, de Alfonso XIII, de la Regencia, de Alfonso XII, etc.,etc., también.
Otro sector de la opinión pública era indudablemente partidario de las «izquierdas», aunque sin querer comprometerse ni meterse en nada; otro sector se inclinaba hacia las «derechas» en las mismas condiciones.
Carta de Jardiel 15
Y, en fin: otro sector —el más reducido— tenía sentido político e ideal Nacional y Patriótico y estaba dispuesto a actuar a favor de ese ideal, pero no veía claro ni cómo hacerlo ni a las órdenes de quién.
Desde 1931 hasta 1936 los Gobiernos republicanos —y ésta es la rigurosa verdad, vista del modo más objetivo y frío— no hicieron nada útil y sí mucho perjudicial; no habían construido, pero sí habían destruido; no habían organizado, pero sí habían desorganizado; no habían hecho —en fin— nada en bien del país, pero sí habían hecho mucho en su daño y perjuicio. Razón indudable: a esos gobiernos republicanos les tenía sin cuidado España, o, al menos, actuaban como si les tuviera sin cuidado.
Causas a mi juicio, y sigo juzgando con toda frialdad y objetividad: fanatismo político; odio político; inconsciencia o mala fe cívica y patriótica. Desde el principio, la República (o sus gobernantes) echó abajo con saña sectaria cuanto se había hecho o se estaba haciendo antes de llegar ella, desde las estatuas de antiguos Reyes que adornaban los paseos, lo cual era poco importante, pues sólo afectaba al adorno de las ciudades, hasta los objetivos trascendentales para el país singularmente Obras Públicas y Agricultura: sus dos puntos más vitales.
Y paralizó en el acto todas las obras hidráulicas en marcha, que eran muchas (cumpliendo un programa de «Confederaciones Hidrográficas» espléndido, creado y puesto en marcha por la Dictadura) y las dejó desmoronarse en lugar de acabarlas y planear otras nuevas que el país necesitaba (como Franco, por ejemplo, hace en la actualidad) e igual procedió con las carreteras y caminos, ferrocarriles, puertos, etc.
Y organizó en cambio una Reforma Agraria de tal modo ruinosa para la economía Nacional, que uno se preguntaba estupefacto si aquello era la obra de un loco, de un memo, de un agente extranjero o de un criminal, preguntas que uno se repetía al ver de qué modo, más disparatado aún, se llevaba a cabo aquella Reforma. En realidad, su autor y ejecutor —un tal Marcelino Domingo— tenía de todo un poco, aunque principalmente de memo y de loco. Ya de muerto, Dios le haya perdonado, porque el país nunca podrá perdonarle.
Carta de Jardiel 16
Periódicos gubernamentales y de partidos de izquierda jaleaban la conducta de los gobiernos de la República. Uno de ellos, Heraldo de Madrid (cuya redacción casi en pleno se encuentra entre ustedes, ahora en calidad de refugiados), no sólo jaleaba sino que se obstinaba reiteradamente en la mentira y el daño más perjudiciales; recuerdo a este respecto que durante los cinco años de República, el Heraldo publicó a diario un «entrefilet» que decía: GOBERNAR NO ES ADOQUINAR, con lo cual quería decir que Gobernar no es construir carreteras; y lo que el Diario perseguía al repetir una y otra vez aquello era atacar la labor inmensa de construcción de carreteras que había llevado a cabo la Dictadura: carreteras como las mejores del Mundo y gracias a las cuales se circula por España.
En países como el nuestro, siempre insuficientes en comunicaciones, gobernar es construir carreteras precisamente: Gobernar es adoquinar. Pero había que atacar a lo anterior, aunque lo anterior fuera inmejorable, aunque fueran carreteras excelentes; y, todo por odio político. Los pocos diarios que no eran gubernamentales y que pretendían hacer ver lo insensato y antipatriótico de paralizar obras beneficiosas para el país sólo por odio político a los que las habían comenzado, y que aquella reforma Agraria iba a acabar con la economía nacional en unos pocos años, eran tildados de reaccionarios, de cavernícolas, de «carcas» (o clericales), etc.
Y en nombre de la libertad de prensa —que las izquierdas habían siempre preconizado—, esas izquierdas perseguían a dichos periódicos y los arruinaban a multas y a suspensiones. A raíz del llamado Diez de Agosto la República suspendió para siempre ciento cuarenta y cuatro diarios en toda España. Con algunos diarios aún fueron más lejos, y se apedreaba sus edificios y se les tenía amenazados constantemente de incendio.
Carta de Jardiel 17
El grito de ¡A quemar ABC!, ¡A quemar El Debate!, ¡A quemar La Nación!, fue clásico de, las masas callejeras por aquellos días. Por fin, una tarde, quemaron La Nación que dirigía Delgado Barreta, uno de los periodistas más capacitados que ha tenido España, y que más tarde, en 1936, habían de asesinar en la Cárcel Modelo de Madrid.
Ejerciendo sobre sus contrincantes todas las limitaciones posibles a la libertad, la República concedió, en cambio, a sus correligionarios cuantas licencias y libertades pueden existir en el Mundo. (Tal conducta no era nueva en España y había sido seguida siempre que las izquierdas habían gobernado: y yo aún recordaba y recuerdo cierto cantable de una antiquísima zarzuela, estrenada, antes de mi nacimiento, que respecto a este asunto, decía:
La libertad de todos
proclamo en alta voz…
¡Y que muera quien no piense
igual que pienso yo!
Estos cuatro malos versos de un cantable de zarzuela encierran más «doctrina» política de izquierdas en España que todos los volúmenes que se han escrito, desde Adán y Eva, acerca de tal tema.)
El resultado de semejante desigualdad de trato, propio sólo de un sistema de gobierno tiránico, pronto dio sus peores frutos y los partidos agitadores y los agitadores particulares comenzaron a campar por sus respetos, con la consecuencia de propagandas subversivas de todo género, huelgas parciales y generales, bombas y petardos en calles y edificios, sabotajes a ferrocarriles, fábricas, saltos de agua, centrales eléctricas, atentados personales, atracos en ciudades y carreteras, asaltos a Bancos y Cajas de pago, robos a mano armada, etc.
Las fuerzas coercitivas: «Guardia Civil», «Carabineros», «Guardias municipales», y Policía (y hasta una nueva, especial, de ataque directo, que creó la República denominándola Guardia de Asalto) pronto fueron rebasadas por la audacia y la pugnacidad de quienes luego no veían castigados sus desmanes: pues a todo desmán como los citados, se le llamó ya actividad social, y lo social era Tabú, y debía ser respetado, aunque fuera delito.
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¿Por qué sucedía todo aquello bajo aquel régimen? ¿Por qué si la República había venido por «sufragio» —o sea por la voluntad del país— se la boicoteaba y atacaba constantemente y los ataques venían justamente de los que más habían contribuido a proclamarla? La respuesta es el axioma que antes le he expuesto, amigo De María: que el español nunca ha sentido ni amado la República y que si se da cuenta de que tiene libertad, abusa de ella. Y que su idiosincrasia es de naturaleza anarquista. Sólo que, en España, y más aún fuera de sus fronteras, nadie quiere aceptar esos axiomas.
Fue, pues, durante la República (¡Oh paradoja!) cuando la represión (o sea la opresión) se practicó en España de verdad y de manera por primera vez brutal: de una manera como no había habido ejemplo en España ni los ha vuelto a haber después, aunque las propagandas hayan afirmado y divulgado lo contrario.
La Guardia de Asalto, por ejemplo, creada por la República, llegaba en camionetas abiertas, se tiraba de ellas aún en marcha y pegaba con porras a todo el mundo, culpable o no, sin preguntas previas, sin indagar, sin diálogo: como jamás había ocurrido ni había de volver a ocurrir en España, donde la autoridad ha sido siempre relativa y donde el que un ciudadano se enredase a cachetes con un guardia había sido siempre un espectáculo familiar y sin consecuencias demasiado molestas para el ciudadano.
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Jamás había pegado a los españoles con porras ninguna autoridad hasta que la República creó y utilizó la Guardia de Asalto (claro que, para llegar a asesinar a un diputado, sacándolo de su casa y matándolo a tiros en una de sus camionetas cierta noche, como hizo en 1936 con Calvo Sotelo, le faltaba aún camino que recorrer a aquella «docta corporación»).
Y esa «Guardia de Asalto» funcionó hasta que la suprimió Franco, que no necesitó nunca fuerza que pegase con porras en las cabezas para mantener el Orden público en las ciudades de su mando, ni en la guerra ni en la paz. (Ésta es la verdad exacta también.)
Pero hasta la Guardia de Asalto llegó a estar rebasada y no por las «derechas», ciertamente, que no podían ni mover un dedo, sino por las izquierdas que ya no querían República, como en el fondo no la habían querido nunca; Y contra cuyos principales ataques tuvo esa República que dictar una Ley especial —que se llamó Ley de defensa de la República— y cuya lectura debían practicar un rato todas las tardes los señores de la O.N.U. para que supiesen lo que es canela y las libertades y la democracia que les concedía a los españoles el régimen «legal» que abatió el General Franco.
Roto el dique, las aguas avanzaron mucho y muy deprisa; y, como siempre, la desviación del edificio social nacional se inclinó hacia un extremismo progresivo, según las Leyes del equilibrio de todas las revoluciones que en el Mundo han sido: pues la República Española de 1931 no fue sino una revolución, que duró, con alternativas, cinco años y tres meses: al cabo de los cuales desbocó en la anarquía: y trajo la guerra. (Porque la guerra no la trajo Franco, sino la anarquía ya insufrible en que había caído el país. Esto también es una verdad exacta, contrariamente a lo que dicen las propagandas.)
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Y porque aquel extremismo era —como siempre— progresivo, sucedía que el extremista de hoy era considerado como moderado mañana por los nuevos extremistas: considerados como tibios al día siguiente; y así siguió el ciclo hasta llegar a lo que ya no podía extremarse más. En el campo, la situación pronto fue terrible; y en él, a los delitos que ya se cometieron en las ciudades, había que sumar el incendio de cosechas antes de ser recogidas: por el caritativo procedimiento de rociar perros con gasolina, prenderles fuego y echarlos a correr, huyendo, por los campos de trigo, cebada, etc., y la tala de árboles centenarios (los olivos, en Andalucía, región muy dominada por el anarquismo, cayeron a millares); y el asesinato de todo aquel que quería oponerse a tan noble labor.
A todo se unió la quema de conventos e iglesias en las ciudades, lo mismo los modernos y sin valor intrínseco que los antiguos y llenos de valor histórico (cuadros, esculturas, bibliotecas con ejemplares raros, etc.) y el asesinato de algún que otro cura, como aperitivo o vermut de comidas fuertes futuras.
Pero, para las personas provistas de sentido moral, había otra cosa peor: la mentira sistemática, el descarado cinismo y la calumnia que la República de 1931 manejó, instituyendo en España esa moda —que ahora azota al mundo entero— y que no hay más remedio que declarar que ha sido y sigue siendo la característica de las izquierdas españolas (y de muchas izquierdas extranjeras), ya en su propio país (y en el poder o en la oposición), ya al refugiarse en alguna otra nación fuera de España.
Porque sucedía que aún veíamos los espectadores a los incendiarios, que se alejaban, cuando ya se les echaba la culpa del incendio a las «derechas», que no habían tocado pito ninguno en el asunto, y se hacía con ese motivo una redada de derechistas, camino de las cárceles. Y aún se hallaba caliente el cadáver de un asesinato en una calle por un individuo del que se podía decir hasta el nombre, y ya se vociferaba y se escribía en los periódicos que aquella muerte era una provocación derechista, con el mismo epílogo siempre.
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Alentadas en sus peores instintos por la impunidad y cada vez exaltadas por el propio desorden, las masas comenzaron a desmandarse sin freno por todas partes. Y el eterno anticlericalismo —propio de los países muy clericales— estalló en el nuestro una vez más: Y ahora ya los asesinatos de gente de Iglesia fueron algo más que un aperitivo. Matar al Cura llegó a ser un ideal en todo pueblecito español; ideal que fue logrado sobradamente en 1936 y 1937, en cuantos lugares quedaron bajo el dominio del gobierno de Madrid, y luego de Valencia: de lo que resultó la bonita cifra, en números redondos, de 33.000 curas asesinados.
No ha leído usted mal, amigo De María y Campos; treinta y tres mil curas he escrito, porque fue verdad; Y no añado los 14 obispos, ni las monjas, pues de éstas no sé el número. (Por cierto, que a estas alturas toda vía no se ha enterado de ello el Vaticano, pues no enterarse llamo yo a presentar una protesta [12 de agosto] ante el Gobierno rojo y seguir recibiendo siempre que él quiso al representante de ese gobierno ante la Santa Sede. ¡Presentar una protesta! Una «protesta» por el asesinato de un ejército de religiosos Y religiosas con 14 obispos al frente, como si se tratara de «un incidente fronterizo» … ¡Limitarse a protestar por millares de crímenes y destrucciones heréticas, cometidas urbi et orbi! Y uso un término dilecto del Santo Padre.)
Pero hacia el año 1934 y siguientes, ya no se habló de derechas ni de izquierdas. Surgieron dos nuevas palabras sustitutivas de aquéllas, ya inexpresivas y bobas. Y así las izquierdas ya se llamaron a sí mismas marxistas, aunque nadie había leído a Marx, que —como usted sabe y sabe todo el que ha intentado leerle— es el más confuso, farragoso, pesado e indigerible publicista que haya podido dar la Sociología.
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Pero no hacía falta leer ni haber leído a Carlos Marx, ni siquiera haberlo intentado, porque tampoco las masas marxistas tenían por qué saber qué era el marxismo; bastaba con «serlo». Y a las derechas se las llamó fascistas, también sin necesidad de que nadie supiese cuál era el ideario del fascismo: bastaba con saber —o con creer— que fascista era la concreción y el resumen de toda la perversidad y la vileza capaces de albergarse en pecho humano, y con eso «ya se tenía la clave de la historia política contemporánea del mundo, a saber: la eterna lucha entre el Bien y el Mal; y el Mal intrínseco y sin mezcla alguna de Bien, era el fascismo, y el Bien, intrínseco y sin mezcla alguna de Mal, era el marxismo.
La cosa no podía ser más infantil, ni más idiota, ni más rudimentaria, ni más inverosímil, ni más imposible de aceptar para cualquiera que tuviera dos dedos de frente y un mínimo de experiencia de la vida, de su realidad y hasta de su biología; pero era infantil y rudimentaria; y toda idea infantil y rudimentaria entra como una barrena en el cerebro de las masas y allí se queda para siempre. (Tendremos, pues, concepto antitético de «marxismo-bien» y de «fascismo-mal» para tantos años y quizá para tantos siglos, como hemos tenido concepto antitético de «Dios-bien» y «Demonio-mal». El hombre ha necesitado siempre para poder vivir estas antítesis; y la moderna lleva, además, una fuerza contrastable: la de estar «personalizada», «materializada»: lo que le da la ficción suprema de «existir en la realidad».)
En mi país, y así que se lanzaron a la circulación esas palabras, divisorias de la Humanidad en dos mitades, perfectas y clarísimas, quedó sobrentendido que fascista era igual que “asesino de niños de pecho”, por lo menos. Y esa definición se la hemos legado a la Humanidad ya para siempre. (No es la primera definición ni la primera palabra que inventamos los españoles en esta lúgubre época 1931-1939 para legársela a la Humanidad, que las ha acogido ansiosamente.
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También es invento nuestro y de esa época «quinta columna» y «quintacolumnismo» y la cito por su muchísimo éxito mundial.) Naturalmente, desde que quedó establecido en España que fascista era igual a asesino de niños de pecho por lo menos, matar fascistas se convirtió en la más alta ocupación a que podía entregarse un ciudadano digno de ser llamado honrado y decente. Y ello empezó a hacerse de vez en cuando: para irse entrenando para la ocasión de hacerla a todas horas y en gran escala.
Y, naturalmente también, la división de los españoles se hizo ya patente y precisa. Amistades de toda la vida se enfriaban o concluían de un golpe.’ Los padres y los hijos, los hermanos y los hermanos se sentían, de pronto, o poco a poco, distantes y ajenos, cuando no ya francamente hostiles: mujer y marido notaban, a menudo también, surgir entre ellos —y crecer— esa distancia y esa hostilidad; y los españoles comenzaron a odiarse por individuos, para odiarse por familias, por pisos, por casas, por barrios, por ciudades y por religiones. Los afectos, los cariños, los amores entraron en crisis. Las simpatías. Y las profesiones. Se oía decir con el máximo rencor: Fulano es fascista, como casi todos los médicos, o también: Mengano es marxista, como todos los camareros.
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Pero la palma del rencor —ésta es la verdad— correspondía al marxismo; sus enemigos por entonces tenían mucho más miedo que rencor (como le pasa a la liebre con respecto al galgo que la persigue, aunque hay que imaginar que, en esa situación, la liebre no siente amor, precisamente, por el galgo). Y era para tener miedo, realmente. Porque en todas las caras marxistas se leía el aborrecimiento, el odio y el deseo de venganza: pero un deseo de venganza sin ofensa ni daño previos que la justificasen.
En el ambiente español, tan fino siempre, inclinado a la galantería, a la comunicación, a la «flor» y al «piropo», se respiraba ahora grosería, plebeyez; hombres que se quedaban en mangas de camisa en los cafés y en los teatros; y que permanecían sentados y con el sombrero puesto en los tranvías y en los autobuses, mientras racimos de mujeres viajaban de pie: caso insólito en España; y el mal gusto; y el hablar soez en público, y hasta en el «salón de sesiones» del Congreso, donde se veían diputados algunos de los cuales procedían de la hez social. Y la envidia. Y la amargura.
El más horrible e implacable odio de clases. Y ello en un país en que las clases habían estado siempre más mezcladas que en ninguno, y en el que los festejos populares —verbenas, carnavales, etc.— habían reunido en un mismo denominador común, que se divertía, desde los tiempos de Goya —y aún antes—, al aristócrata con el obrero y al torero con el señorito. Ahora el señor y el señorito eran fascistas, por el solo hecho de ser señorito y señor; y eran acreedores a la muerte. (Luego iban a serlo sólo por llevar corbata, o por usar el bigote recortado. Pues a todo eso se llegó. Y ésta es también la verdad.)
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Semejante estado de descomposición, desorden, delincuencia, libertinaje político, odio social y ruina ya en marcha, había sido el resultado de la labor de gobierno de aquellos cinco años de República: y el que no lo reconozca así habiéndolo presenciado, amigo De María y Campos —sea español o sea extranjero—, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente, miente; y aún no he dicho bastantes veces «miente» para expresar cómo y de qué manera miente. (Ni a intento se podía hacer más daño a un país. Pero… ¿Acaso no había sido hecho a intento aquel daño? Prefiero no opinar y que sea usted el que juzgue al final.)
Pero ya entonces mentían infinidad de españoles; quiero decir que ya entonces eran infinitos los españoles que no reconocían ni querían reconocer aquellos hechos en su origen y causas. ¿Por qué? Exclusivamente porque les obligaba a ello el odio político. Y no sólo aquellos hombres se negaban a reconocer, por odio político, los males que a España había traído el régimen republicano —y práctica gubernamental— sino que, en su gran mayoría, achacaban aquellos males a las derechas, explicando que aquellos desórdenes y aquella anarquía eran el fruto de pasados años de opresión derechista.
Ahora bien; esto, como ya le he explicado a usted, es mentira, y usted, amigo Campos, ignora eso por sí mismo, pero aquellos españoles sabían que mentían. Aquellos españoles sabían que la leyenda de las opresiones políticas en España había sido hasta aquel momento una leyenda. Y que la única opresión que sufrieron nunca los españoles fue la napoleónica de 1808 a 1813, de cinco años de duración: los justos que tardaron los españoles en echar a Napoleón al otro lado del Pirineo. Porque los españoles no han soportado nunca opresiones. (Ni siquiera la marxista, que habían de terminar en liquidar en 1939.)
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Pero además estaban tan convictos, aunque no confesos, los autores de la situación a que había llegado España, que echar la culpa a supuestas acciones pretéritas del adversario era ya algo más que odio político: era perfidia.
Cuando los hombres se niegan a reconocer una verdad que ellos mismos están viendo palpable, a mí, personalmente, me causan repugnancia los hombres. Pero cuando recurren a la perfidia y se convierten en fiscales de sus propios delitos, entonces yo me reconozco juez y fallo que no son dignos de ser llamados hombres.
Y algo más juzgué y fallé entonces, amigo mío; ante tanta actitud de ocultación y desfiguración de la verdad; ante tanta injusticia cínicamente expuesta, ante tanto rencor; Y tanta violencia; y tanto ciego furor político; y ante perfidia tan evidente, yo —que he aborrecido siempre el fanatismo religioso y clerical de algunas «derechas» españolas— juzgué y fallé lo que ya estaba claro, preciso, indiscutible e innegable, a saber: que el fanatismo de nuestras «izquierdas» era mucho peor y mucho más feroz que el otro fanatismo y que todos los fanatismos.
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Ésta es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, como se dice en los juramentos judiciales en Norteamérica. También comprobé entonces que aquel fanatismo lo primero que les hacía perder a los hombres a quienes envenenaba era el sentido humano y el sentido del humor: dos características clásicas del español y que significan comprensión, tolerancia, aceptación de lo defectuoso en los seres y en las ideas y capacidad de flexibilidad y de afecto: todo ello decantado en una sonrisa y, muchas veces, en una broma benévola; y a lo sumo, desdeñosa.
Y así, y a causa de ello, al perder por obra de ese fanatismo de izquierdas el sentido humano y el sentido del humor, los españoles captados por él se volvían en el acto duros, rotundos, amargos, incomprensivos, injustos, agresivos, suficientes, crueles y cerriles. Y lo que aún era más grave, se volvían en el acto también, antiespañoles.
Por la razón inexcusable de que todo español envenenado de aquel fanatismo se hacía solidario de la labor antiespañola de destrucción, descomposición y división del país llevada a cabo por los gobiernos de la República; y no sólo se hacían solidarios de esa labor, sino que la aprobaban y, con tal de no rectificarla, les inculpaban a otros de ella. Para resumir: comprobé —en fin— y juzgué y fallé que en todo fanático español de izquierdas había un enemigo de España: lo cual era y sigue siendo otro axioma.
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Y también esto es verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Entonces fue, amigo De María, cuando me definí a mí mismo políticamente, por primera vez en mi vida, y de un modo tajante y entero. Porque había visto ya demasiado para no definirme a mí mismo: y cuanto vi más tarde no hizo sino confirmarme cada vez más en mi definición.
Y me definí a mí mismo no de un modo positivo, sino de un modo negativo. No me dije: yo soy esto, sino que me dije: yo no soy esto. Más claro; yo no me sentí hombre de «derechas», ni «fascista», ni «tradicionalista», ni «falangista», etc., etc. Yo me sentí únicamente antiizquierdista de las izquierdas españolas.
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Y ello por puro patriotismo; por puro y exclusivo amor a España: a su maravilloso suelo, que aquellas gentes destrozaban; a sus hombres, que aquellas gentes envenenaban de fanatismo o perseguían por no querer fanatizarse; a su economía, que aquellas gentes arruinaban; a sus glorias históricas, que aquellas gentes negaban o mancillaban con la calumnia; a sus prodigiosos tesoros de arte que aquellas gentes despreciaban o incendiaban; a su paz constructiva que aquellas gentes perturbaban; a su pasado gigantesco, que aquellas gentes negaban o del que se avergonzaban; a su fe religiosa que había sido fuente de inspiración y de heroísmo, que aquellas gentes querían borrar del mapa de España, y a su futuro, que aquellas gentes se esforzaban porque fuese la ruina más arruinada de todas las ruinas. Que aquellas gentes hacían todo eso es también la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Y me definí de un modo tan entero, porque las cosas habían llegado a un punto en que la finura del matiz era ya imposible en todo: hasta en política. Ya no era posible el claroscuro; ya no era posible lo relativo; ya no era posible una gradación; ni un estado-intermedio; ni un semitono; ni nada —en suma— de lo que le da a la vida, a las ideas y a los sentimientos delicadeza, suavidad, dulzura, ternura: calidad.
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El fanatismo izquierdista, como una locomotora pasando por encima del cuerpo de una muchacha desnuda, había acabado con todo eso. Y ya en política no se podían tener opiniones eclécticas, como las que yo siempre había tenido. Ahora le obligaban a uno a decir por fuerza con bestial cerrilidad: sí o no. Ahora había que decir: soy un fanático de izquierdas, soy un marxista.
Y al que no decía eso, el fanatismo de izquierdas, el marxismo, le consideraba automáticamente como un fascista asqueroso, como un enemigo repugnante, contra el cual era todo lícito y justo; desde la muerte en adelante. Y como para mí —por todo lo expuesto— decirlo era ser un traidor a España, a mí no me dio la gana de decir aquello. (Por eso; exclusivamente porque no me quise unir a su fanatismo antiespañol, es por lo que han dicho cuanto han dicho de mí los refugiados en México.)
Conque sigo. Esa definición de tipo negativo era inevitable en quien, como yo, ha sentido siempre una repugnancia invencible a formar parte de ningún partido; y, por otro lado, y aunque no hubiera sentido, desde siempre, esa invencible repugnancia, al repasar el panorama general y particular de los partidos antiizquierdistas existentes, no me hubiera gustado completamente ninguno para decidirme en firme a una elección.
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El de Gil Robles; Acción Popular, ni era popular ni tenía un ápice de acción; había, además, en su esencia, demasiado parlamentarismo, demasiado legalismo viejo y démodé, y demasiada burguesía torpe, burda, egoísta, ansiosa únicamente de defender sus capitalitos y amante del lugar común, del cálculo, de la cautela, del tópico, de lo intermedio y de lo vulgar. Era un partido —para decido teatralmente— de público de comedia de Linares Rivas.
Y después, su inspiración vaticanista no me gustaba, porque lo vaticanista ha sido siempre internacionalista; y no es un reproche, pues el Cristianismo está apoyado en ello; pero es que, desde el ángulo político, no acepto ninguna clase de internacionalismo: ni el de la Silla de San Pedro siquiera.
El partido Tradicionalista, mandado por Fal Conde, estaba, como ya le he dicho, circunscrito a Navarra, y este antiguo Carlismo casi no contaba entonces en Madrid; era marcadamente español, pero en su sustancia constreñía, para mí, demasiado todas las libertades, especialmente la del escritor que personalmente me afecta tanto, y por contra, sus numerosos e influyentes elementos clericales nunca —aunque ignoro por qué— me habían mirado con buenos ojos, y habían puesto siempre el veto a mi literatura.
De suerte que no me hubiese sido fácil unirme a los que ya, de antemano, me habían tantas veces rechazado.
Y menos me habría apetecido aún nada que oliese a monarquismo borbónico; además, un partido con matices monárquicos me resultaba idiota en un país en el que cinco años antes, no más, nadie había movido un dedo para evitar la renuncia del Rey al Trono. Si aquellos caballeros eran y se sentían tan monárquicos, ¿dónde se encontraban los días 14 y 15 de abril de 1931? ¿Afeitándose? El monarquismo borbónico se me antojaba, y se me antoja todavía, una especie de remordimiento o arrepentimiento tardío.
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Habría, pues, quedado únicamente la Falange, ya fusionada con las J.O.N.S. Pero Ledesma Ramos, antiguo jefe de las J.O.N.S., me parecía un muchacho más apasionado que constructivo y orientado. Y, sobre todo, demasiado influido por el fascismo italiano; influido incluso en la forma, hasta el punto de que usaba perilla a lo “italobalbo”: y aparte de que esto me resultaba inevitablemente imposible, siempre he pensado que dejarse influir en política por otro país —y más llegando a esos extremos de copia— es sentar las bases no sólo de, una dependencia, sino de un servilismo.
En cuanto a José Antonio Primo de Rivera, no tenía trato con él, pero le oía hablar casi todas las noches con la plana mayor de su partido, instalados todos ellos en una mesa del Café Europeo, de Madrid, próxima a aquella en que entonces escribía yo mi comedia Las cinco advertencias de Satanás, y a fuerza de oírle, había ya formado la opinión de que era un pensador de espíritu demasiado profundo y provisto de un sentido filosófico excesivo para ser un jefe.
Me parecía, más bien, un sembrador; un fundador; un apóstol de ideario y de doctrina: uno de esos apóstoles de doctrina que por sí mismos no van a llevar adelante su doctrina. (Los hechos, más tarde, habían de darme la razón y José Antonio, fusilado en la prisión de Alicante el 19 de noviembre de 1936, «ha quedado» en símbolo, en apóstol, y en fundador de su partido; pero no en jefe real y «personalmente» triunfante. Y así, su victoria fue —como la de todos los apóstoles victoriosos— «espiritual» y «conseguida con el sacrificio de su vida», no «material» y «conseguida por sus esfuerzos vitales».)
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Porque un apóstol tiene necesariamente que morir; pero un jefe tiene necesariamente que vivir; he ahí la diferencia capital entre uno y otro.
Y en José Antonio Primo de Rivera hubo, o al menos, eso puede sospecharse de su conducta y actitud, más resignación por sufrir el martirio y vencer así con el peso del recuerdo, que instinto para vencer por la decisión de acción del presente.
Porque de no haber existido ese instinto para vencer por la decisión de acción, no se hubiera dejado detener y encarcelar en marzo de 1936, momento en que ya el estallido se veía inminente entre los dos bandos en pugna, y en que era elemental pensar que el marxismo, gobernante y dueño de las calles, se lanzaría ya en cualquier instante a atacar, y a paralizar a los jefes de las fuerzas que tenía enfrente, de los cuales uno de los que más le preocupaban era él.
Y en todo caso, estaba obligado a tener previstos esa detención y ese encarcelamiento, para combatirlos y rehuirlos a priori o a posteriori.
Pero nada de esto ocurrió, y José Antonio fue detenido en Madrid en la fecha citada y llevado de su casa a la Dirección General de Seguridad, y de este centro policíaco a la Cárcel Modelo (Madrid) y de allí a la cárcel de Puerto de Santa María (Cádiz); y de allí a la cárcel de Alicante; y entre su detención y su fusilamiento transcurrieron nueve meses, sin que durante ese tiempo ni él ni sus «escuadras» —valientes y decididas— fracasasen en ningún plan de fuga.
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Al contrario; él evitó una intentona de sus muchachos, pues la noche en que fue sacado de la cárcel de Madrid para el traslado a Puerto de Santa María, a la puerta, apostados tras de los árboles y armados, estaban los suyos resueltos a todo, y el propio José Antonio apercibido de ello, les inmovilizó sacando la cabeza por la ventanilla del coche y gritándoles: ¡Firmes! ¡Quietos todos!
Después de lo cual, el coche policíaco partió con sus prisioneros, que continuó dando órdenes escritas desde las cárceles sin dar nunca la de su fuga.
Quizá llegó a creer que sus enemigos respetarían su vida por propia conveniencia política de no hacer un mártir, pero este pensamiento era inverosímil que brotase en la mente de un hombre que tan exactamente conocía ya a su adversario, al cual no le regía la razón clarividente, sino el odio torpe y ciego y para el que matar constituía una obsesión o algo parecido a una necesidad biológica.
El asunto es que José Antonio aceptó la muerte con un fatalismo más propio de un apóstol que de un jefe; y esta actitud de sacrificio y renuncia (de la que ya había hecho gala en su discurso inaugural de la Falange en el Teatro de la Comedia, de Madrid, el 29 de octubre de 1933, unida a cuanto yo le había oído hablar varias noches desde mi mesa del Café Europeo), me hubiera también, seguramente, paralizado, desanimado y no decidido a elegir tampoco, definitivamente, la Falange en el caso de que yo hubiese resuelto adscribir a algún partido político mi antiizquierdismo ya definido.
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Total: que, puesto a elegir, yo no habría encontrado partido que me gustase completamente, pero repito que no pensé en elegir partido, porque he sentido siempre una repugnancia invencible a formar en las filas de partido ninguno.
Al definirme, pues, a mí mismo, políticamente, me limité a eso: a definirme políticamente a mí mismo y a quedarme solo con mis convicciones y mis ideas —como buen individualista innato— según me había ocurrido y me había de ocurrir tantas veces en mi vida en cuestiones de arte y de todo: condenando la actuación marxista del Gobierno, de las masas y hasta de algunos de mis amigos y conocidos que se ofrecían a mis ojos, pero condenándola en conciencia.
Y no entré en controversias ni peleas ni siquiera con estos conocidos y amigos —¿para qué, si el fanatizado de izquierdas era inmutable y cerril e inconvencible? —, limitándome, con los menos cerriles de ellos, a alguna broma más o menos sarcástica.
En cuanto a la acción directa, a mí ya me parecía inútil: tan perdido lo veía todo, tan insuficiente y destrozado sabía al Ejército (después de la trituración a que le habían sometido aquellos gobernantes); tan fabulosamente numerosas veía a las fuerzas marxistas españolas (y aun mundiales) y tan escéptico era en que los españoles (desprovistos en general de sentido político) fueran capaces de sacudir la modorra y el sueño de opio en que desde 1815 se hallaban sumidos.
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Consciente, pues, de que todo iba a hundirse irremediablemente y para siempre de un momento a otro, yo aguardaba el momento del hundimiento con la esperanza y con la inmovilidad del que nada puede hacer por detener la catástrofe.
Ya ve, por lo tanto, amigo De María y Campos, los «cargos» políticos que contra mí pueden esgrimir los refugiados de México, sin falsearme, calumniarme y mentir.
Pero me tiene sin cuidado lo que hayan dicho o puedan decir de mí. Sus conciencias de españoles dicen de ellos mismos cosas peores y que —en cambio y por desgracia— son estrictamente verdad.
Por lo demás, los refugiados quizá han podido engañarles a ustedes respecto a España o respecto a los españoles como yo —que es lo mismo que decir España, porque la llevábamos y la llevamos dentro y por eso no nos adherimos al antiespañol fanatismo de ellos—, pero esos españoles no podemos engañamos respecto a «ellos», pues los conocemos bien; y yo, muy singularmente (hasta haberles dado la confianza del tuteo) a cuantos aquí rodaron por redacciones de diarios y por centros periodísticos antes de nuestra guerra y durante los primeros tiempos de ella.
Y a excepción de Carlos Sampelayo (empleado en México de la Columbus Film), que tiene talento y el corazón en su sitio, y de Manolo Fontanals, gran y finísimo artista, los demás deberán siempre agradecerle al pueril y petulante miedo que les inspiraron las imaginadas represalias de un Franco triunfante, el haber hallado, en la acogedora amabilidad de México, un porvenir mucho más fácil de lograr que en la dura lucha intelectual de España.
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Y llamo pueril y petulante al miedo que les dominó viendo a Franco reconquistar el último pedazo marxista de España, porque ninguno de ellos había sido actor de méritos en la guerra civil para que Franco hubiera pensado repartirles «papel» en tales represalias al final de la guerra; supuesto y sentado TAMBIÉN como AXIOMA, que Franco ni castigaba ni ha castigado sólo por tener ideas contrarias a las suyas, como lo hizo el marxismo; pues de haber sido así, Franco gobernaría España desde hace ya tiempo, porque entonces su régimen sería opresión; y no lo hubieran tolerado los españoles: empezando por sus más fieles partidarios, que habrían dejado de serlo asqueados (porque no es dando gritos desde América y «vociferando que Franco es un tirano», como se derriba a Franco, sino que es «siendo realmente un tirano» como Franco se habría autoderribado en pocos meses.)
ESO LO SABEN DE SOBRA TODAS LAS CANCILLERÍAS DE TODOS LOS PAÍSES DEL MUNDO Y TODOS LOS REFUGIADOS DE MÉXICO Y DEL RESTO DE HISPANOAMÉRICA, EN SU FUERO INTERNO E INSOBORNABLE.
Pero, perdón…
He escrito «insobornable», por la velocidad adquirida, pero al referirme al fuero interno de los refugiados tengo que decir «sobornable»; pues sobornados por un marxismo extranjero y oriental fueron ellos y demuestran seguir siéndolo mientras no se reintegren a España con la emoción del hijo pródigo: y aquí no se alude a un soborno de dinero, sino a un soborno mental.
Carta de Jardiel 38
Lejos de mi ánimo y de mi intención toda idea de causar, ni siquiera a los ojos de usted, amigo mío, el menor perjuicio a esos refugiados (de los cuales muchos ya he dicho que tuvieron mi amistad y la siguen teniendo en mí, aunque yo no la tenga en ellos), pues bastante dolor íntimo, tenebroso y desgarrador debe de haber en sus almas por el sólo hecho de hallarse tanto tiempo ya lejos de su siempre hermosa y cada día más hermosa patria; alejamiento nunca compensado, ni por el mayor halago, para todo el que nació en un punto de esta península tan hermosa como gloriosa, heroica e impar, vanguardia sagaz de la civilización antigua y vanguardia sagaz de la civilización futura.
Bastante dolor es ése de estar alejado de una preciosísima mujer que les pertenecía por entero; por más que ellos sean los culpables de no vivir con ella y dentro de ella, con su amor y su contacto, por haberla insultado, pegado, arrastrado de los cabellos, herido e intentado descuartizar (con los separatismos), de tal manera que se alejaron de ella por miedo al hombre que salió a defenderla y a intentar curarla: cuando ella estaba ya casi en la agonía.
Carta de Jardiel 39
Bastante dolor es ése para que sea mi intención causarles ningún perjuicio a los refugiados ni siquiera a los ojos personales de usted y ni siquiera como respuesta a todos los perjuicios que ellos han procurado hacerme a mí en mi profesión, en mi honra, en mi nombre, en mi limpia conciencia y hasta en mi vida.
Pues alguno de esos refugiados de México y otro de la Argentina, y no digo ni he dicho ni diré jamás sus nombres porque sé que ellos lo saben y eso me basta, me denunciaron a una «checa» de Madrid durante la guerra, en un momento en que esas denuncias bastaban para ser arrimado a una pared cualquiera y acribillado a balazos en el acto.
Y también esto lo sabían y lo saben ellos (y todos los demás); pero tampoco tengo yo la culpa de que la VERDAD, que ahora está en mi mano y en mi pluma, sea más real, más repugnante, más odiosa y más terrible aún que la MENTIRA que ellos tremolan como una bandera más de su fanatismo antiespañol.
Y una verdad es que aquella tumultuosa y bíblica emigración de España de 1939 …en que la frontera del Pirineo y el Puerto de Valencia fueron las esclusas de un marxismo obligado a desplazarse porque Franco lo iba expulsando del embalse— obedeció mucho más a ese miedo pueril y petulante que a la repugnancia de convertirse en ciudadanos del Estado que representaba el caudillo triunfador.
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Y en aquella emigración de elementos, digamos intelectuales, hubo también más preferencia cómoda hacia el trato hospitalario y favorecedor que esperaban hallar en países de América, que energías y capacidad de trabajo para afrontar —en España— no la opresión política (ilusoria), sino el libre juego, el libre esfuerzo y la libre competencia en una profesión.
Mucho podría hablarle a usted, querido amigo, de los refugiados literarios de México; pero no le hablaré nada, pues mi tónica no es la de ellos.
Pero sí le voy a contar una anécdota, bien reciente, que ha de ser centelleante luz para su formación de opinión y de juicio.
En este abril de hace unos días, maravilloso de sol, de mujeres bonitas, de paz, de orden, de trabajo y de alegría, porque todo eso rebrotaba en España no bien las suelas marxistas dejaban de pisar su suelo y ahora culmina primaveral; en este último y reciente mes de abril —digo— durante la Semana Santa, se ha proyectado en diversos cines de Madrid (y en infinitos de provincia) una película mexicana en la que, una vez más, se había cinematografiado la Pasión de Cristo.
Acudió a verla muchísima gente; porque en Jueves y Viernes Santos en España no se dan en esos días más que espectáculos de esa índole y el español adora el espectáculo cuando no se lo amarga el marxismo, y porque el español adora también las películas mexicanas: eso pueden atestiguado Rey Soria y «Cantinflas».
Esta película estaba casi toda realizada por refugiados de México; y sus nombres aparecían no sólo en el celuloide, sino en todas las propagandas del periódico, radio y murales. Muchos españoles —y la gente de periódico, toda— conocíamos esos nombres por el antiguo compañerismo y la antigua amistad y por su fanatismo izquierdista o marxista.
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No hace falta que le diga esos nombres, porque también los conoce. Bien. Pues la película llegó a España y se anunció sin que ese «tirano» que es Franco, ni su censura, mandaran borrar esos nombres, como hacían los marxistas con los de sus contrarios, en honor a la libertad. (Y en esto soy testigo de mayor excepción, pues sin más razón que aducir que la de haberme largado en cuanto pude de territorio rojo, («ellos» quitaron ni nombre de las carteleras y el celuloide de mis comedias o películas, aunque claro que, guardando para sí los derechos de autor, porque la decencia del juego había que demostrarla en todo.)
Y la película de los refugiados en cuestión se proyectó en todas partes sin el menor comentario desfavorable, ni siquiera irónico, ni por parte de los públicos ni en las reseñas críticas de los diarios. Por mucho menos que por estrenarse una película hecha por sus adversarios y con los nombres de todos al frente, los marxistas —aplaudidos por los hoy refugiados— hubieran incendiado tres cines como mínimo.
Pero alguna diferencia tiene que haber entre los tiranos y los hombres de la libertad, de la justicia y de la ética política: y bajo este régimen de espantable tiranía nuestro, según la O.N.U., no hubo en toda la prensa de España ni un comentario irónico siquiera para los realizadores de la película: que fueron (y siguen siendo) solidarios de los ciudadanos que aquí en España persiguieron a Jesús de Nazaret (no a la película, sino al verdadero) como si fuera el peor criminal: fusilando su imagen en el «Cerro de los Ángeles» de Madrid en julio de 1936, y haciendo con centenares de imágenes de Él, no ya sacrilegios como ése, sino tales indecencias —pero indecencias de water-closed, querido amigo—, que ni mi sensibilidad ni la suya me permiten mencionar un botón de muestra siquiera.
¿Se prestaba o no a algún ligero comentario irónico que el primer trabajo que llegaba a España hecho por esos refugiados (correligionarios políticos de aquellos nauseabundos iconoclastas) fuera precisamente una película respetuosa de la Pasión de Jesús…? ¿Y no se prestaba a algún comentario también, el prólogo que llevaba la película?
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Era ese prólogo un «Speach» de 120 metros de celuloide pronunciado por el Reverendísimo Prelado de México. ¿Cómo? ¿Es que el Reverendísimo Prelado de México ignoraba que…? ¡¡Pero claro!! ¡Si todavía «lo ignora» el Vaticano! ¿Cómo no ha de ignorado el Reverendísimo Prelado de México? Aparte de que… «Dios manda perdonar» … y aparte de que escrito está aquello de: «…y más quiero un pecador arrepentido que cien justos…», etc., etc. En fin, querido De María, que lo eclesiástico tampoco “me va”…
Me culpo, sin embargo, del delito de haber cambiado sonrisas de guasa con un amigo que nos acompañaba a mi familia y a mí el día que vimos el Jesús protagonizado por un actor cuyo nombre tampoco es preciso citar aquí. Pero usted va a disculparme en seguida cuando le cuente.
Pues ocurrió que —por una de esas jugarretas que imagina el destino para demostrar a los humoristas que él es el humorista supremo— aquel amigo que ahora contemplaba conmigo la película en abril de 1947, iba también conmigo por la calle, cierta horrible y sofocante tarde de agosto de 1936, en pleno caos ciudadano de principio de nuestra guerra.
Él y yo vimos aquella tarde, a la puerta de un bar de la calle de Fuencarral, atestado de marxistas armados, aullantes e hirviendo de furor revolucionario, al mismo actor —que entonces tendría 17 ó 18 años, y que, por otra parte, es un buen chico, como lo es el padre a pesar de su furibundez izquierdista— vestido con un «mono» de mecánico, que fue el uniforme revolucionario, y vendiendo cierto semanario recién aparecido que se titulaba El Mono azul. Este semanario ya no destilaba marxismo, sino que chorreaba procacidad y blasfemia.
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Era simplemente horrendo, aun para un hombre laico, pero que tuviera conciencia humana. Era de tal suerte, que según entonces se dijo, al propio gobierno marxista le pareció excesivo para hoja circulante y comprobante y sólo publicó cinco o seis números. Revolución Francesa… Ami du Peuple y Vieux Cordelier, de Marat y de Desmoulins, ¿qué sabíais vosotros de eso? ¡Pobres corderitos inocentes del periodismo demagógico y envilecedor!…
No podría describirlo; pero en sus caricaturas abundaba la de Cristo: y no digo más pues ello es suficiente para la armazón del relato; era un clásico producto de «propaganda» copiado del estilo de los perbonihk (los Sin Dios) rusos. (Escribía aquella basura y ponía su nombre al frente —¿lo creerá usted?, a lo mejor eso ya se resiste a creerlo, pero también es verdad— un poeta: un joven poeta que está en Buenos Aires «refugiado» también, naturalmente, por no poder soportar este repugnante “ambiente” nuestro de ahora. ¿Sabe usted? Pues realmente Madrid sin «El Mono Azul» ha caído en un salvajismo que no sé adónde vamos a parar. No le digo el nombre, por si este silencio puede contribuir a que el propio interesado olvide la degradación máxima a que nunca ha llegado un poeta.)
Bien. Pues ahora ya con todos estos datos, imagínese, querido compañero… Aquel amigo que me acompañaba y yo habíamos visto por última vez al mencionado actor vendiendo y voceando El Mono Azul, con sus espantosas caricaturas de Cristo… Y la primera vez que volvíamos a verle era encarnando melifluamente ¡la propia figura de Cristo! ¿Me disculpa usted y disculpa usted a mi amigo de nuestras sonrisas de guasa? ¿O encuentra usted que sonreír con guasa ante aquello era excesivo y que puede llegar a ofender a la O.N.U. por constituir una manifestación de tipo fascista o una provocación de inspiración nazi?
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Pero, no. Yo ya sé que usted no piensa eso. Yo ya sé que usted no piensa eso, sino que al saber que nos limitábamos a sonreír, lo que usted piensa es: Vaya gente elegante que son esos españoles que están en España. Sí, amigo De María; así es: toda la elegancia política de Europa se ha refugiado aquí.
Y ahora, querido amigo y compañero, continúo la historia de España… y entro en los hechos fundamentales tal como sucedieron en verdad.
Ya en mi segundo regreso de Estados Unidos (primavera de 1935), habían ocurrido sucesos políticos tremendos con el levantamiento marxista de Asturias en octubre del 34 (donde hubo un ensañamiento precursor de otros peores futuros) unido al levantamiento separatista catalán. Éste fue reducido pronto y fácilmente: pero para dominar lo de Asturias, el gobierno (Lerroux) tuvo que llevar allí unas «banderas» del Tercio (o Legión) de África, al mando del general López Ochoa y del teniente coronel (entonces) Yagüe y aunque de mala gana, pues era hombre muy de izquierdas, López Ochoa redujo la rebelión marxista.
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A esto había seguido una reacción «hacia la derecha», en el país; detenciones y procesos (que luego se redujeron a la nada, entre ellos el de Azaña y el de Largo Caballero; Prieto huyó a Francia, temporalmente); clausura de Casas del Pueblo y Centros extremistas; desarme de los revolucionarios lo bastante torpe y burdo para permitir la ocultación —en minas y bosques— de millares de fusiles, ametralladoras y hasta algún cañón y de ingentes cantidades de dinamita; conmutar penas de muerte por encarcelamiento; reducir pronto las penas de encarcelamiento o levantarlas en absoluto; y en la gobernación del país, ir tirando: lo propio de casi todos los gobiernos españoles que en España han sido. ¿Estudiar el problema social? ¿El problema obrero? ¿El problema político? ¿El administrativo? ¿El del odio de clases, siquiera? — ¡Nada!… De todo eso, nada.
Ni hablar de todo eso. De todo eso, como si no existiera. Naturalmente, meses después, todo estaba peor aún. Y al calor de la dejadez del Gobierno, las agrupaciones marxistas se desperezaron y comenzaron la reorganización: mejor que nunca, corrigiendo los defectos que su fracaso de octubre del 34 les había señalado como existentes en sus mecanismos. Se recrudecieron los daños, las luchas, los odios y las catástrofes. El 1936 amaneció en pleno rencor ya descrito, extendido por toda la nación.
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Para arreglarlo del todo se anunciaron elecciones para febrero. Las izquierdas unidas en bloque —Frente Popular— se volcaron en las urnas dispuestas a salir por las buenas o por las malas; legalmente o ilegalmente; con suficiente número de actas o anulando las actas del enemigo; con papeletas de votación o a tiros; de frente o por la coacción; con derecho y justicia, o sin derecho y de un modo injusto…
Naturalmente: las izquierdas salieron triunfantes: era el principio del fin. Yo ya lo sabía. Y usted dirá: ¡Pues qué barbaridad! ¡Qué hombre tan listo es este Jardiel! Pero no hacía falta ser listo: sino tener los ojos abiertos y no cerrarlos, como hacían casi todos los españoles, a excepción de las izquierdas. Por no ver lo que ya sabía que iba a ocurrir, durante las elecciones me fui a Francia y, concretamente, a Niza. Allí supe el éxito de las izquierdas; y en el acto, en la Francia, ya dispuesta al Front Populaire, la peseta bajó hasta no querer cambiar siquiera pesetas en los Bancos franceses. y es que la Banca y la Bolsa no eran felices con los Fronts Populaires… Por ahora y en la apariencia; pues en la realidad e interiormente, ellas eran quienes manejaban los Fronts Populaires y todas las demás cosas populares.
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Volví a España, esperándomelo ya todo; en el viaje más triste y melancólico que haya hecho en mi vida por carretera (algo así debió de ser el viaje de regreso a París después de «Varennes»). ¿Que por qué volvía? Porque tenía en España a los míos: dos hijas (entonces de ocho y tres años), padre y hermanas, aparte de la madre y de la menor de las niñas, en la que se resumían y se resumen todos mis afectos. ¿Iba a dejarles solos en la hecatombe final?
Había que ir a Madrid. Enfilé la ciudad por la carretera de Francia; suburbios, barrios de Tetuán y Cuatro Caminos… ya era todo de Lenin en lo externo. Y ya el odio casi se materializaba. Una mujer del pueblo intentaba cruzar la calle. Paré el coche para dejada pasar. Pasó. Después de pasar, se volvió para insultarme; textualmente: ¡El señorito de mi****! Me insultó por haberla dejado pasar. ¿Se da usted cuenta, amigo De María? Yo me dije, mientras reanudaba la marcha: Bien, pues «esto» es cuestión de semanas, quizá de días…
Fue cuestión de meses. ¡Pero qué meses! ¡Los que van de febrero a julio! (Y los que vinieron después, claro…) Todo se desató en aquellos cinco meses y pico. Dueñas del poder las izquierdas, con la rabia, además, de haber sido vencidas en octubre, cuanto ya le he dicho de desórdenes, delitos, atentados a la propiedad privada y pública, sucesos «sociales», desastres en el campo, etc., llegó a su límite y avanzó progresivamente de su límite. Las Juventudes Socialistas desfilaban, ya uniformadas, con sus emblemas de la hoz y el martillo, y sus banderas rojas, por las calles -como una «fuerza regular»- de regreso de su instrucción y de sus ejercicios de tiro en los alrededores de las ciudades.
Carta de Jardiel 48
El Partido Comunista autónomo operaba también, igualmente armado, a la vista de todos. Y las organizaciones «C.N.T.», «F.A.I.», «U.G.T.» y «P.O.U.M.». Las derechas se hallaban en las cárceles, pero en cantidades infinitamente más numerosas que lo habían estado las marxistas, con la diferencia, como es natural, de que éstas lo habían estado a raíz de haber actuado en una revolución anarquista y comunista contra el País, y las derechas lo estaban por haber sofocado esa revolución. Se hablaba franca y descaradamente de hacer la Revolución Roja en plazo breve. ¡Esta vez va a ser un 34 largo! – se oía en bares y tabernas, dicho a gritos, aludiendo a que se iban a repetir —aumentados— los sucesos de 1934.
Por entonces me ofrecieron un trabajo de cine en los «Estudios C.E.A.», de Madrid. Dudaba en aceptar la realización de las cuatro películas cortas cómicas que me proponían, muy bien pagadas, sospechando que la hecatombe política que se avecinaba no me iba a dejar concluirlas (como así ocurrió); pero uno de los empleados de los «Estudios», de los más antiguos militantes del Partido Comunista, me dijo: —No te preocupes; acepta; te da tiempo. La «cosa» no será hasta octubre…y acepté sin dudar porque «aquél» sabía lo que decía, y —como buen comunista— hablaba siempre en serio, pues ni conocía la broma ni sabía ya reír.
Carta de Jardiel 49
¿Se sabe en México y en el mundo que el Movimiento de Franco se adelantó en España a una Revolución comunista, planeada y decidida para octubre de 1936? Seguro que no se sabe. Y, sin embargo, en España se sabía: era ya valor convenido.
En junio, la situación era insostenible. Decir Viva España era ya en junio un grito «subversivo» que significaba la cárcel inmediata. Pero Muera España estaba admitido y SE DECÍA. También se decía por todas partes Viva Rusia; pero eso, después de lo del MUERA citado, ya no era mucho decir… Los militares de uniforme eran abucheados en las calles.
Y si alguno se aventuraba solo en un barrio extremo, se exponía a tener que defender la vida a tiros. Y si lo hacía, estaba perdido. Cuadrillas de mujeres recorrían las ciudades gritando: ¡Hijos, sí; maridos, ¡no! Y si eran hombres los que desfilaban, las voces eran: ¡Rusia, sí; España, ¡no! Contrapunteados por ¡U.H.P.! ¡U.H.P.! (iniciales de la consigna Uníos Hermanos Proletarios.)
Carta de Jardiel 50
A la salida de las ciudades bandas de atracadores desvalijaban los coches, y ya nadie se aventuraba a salir a la carretera. Grupos de hombres con una manta extendida en la acera, exigían una «limosna» al transeúnte en innúmeras esquinas urbanas, gruñendo torva y amenazadoramente: ¡Obreros parados! En todos los sitios y por el mismo procedimiento del gesto amenazador, se pedía abiertamente Para el Socorro Rojo o Para las Organizaciones Antifascistas o Por Thaelmann o Por Prestes; nombres de héroes marxistas que nadie conocía pero que debían aceptarse como héroes.
En el Congreso de los Diputados se había llegado a extremos verbales tan soeces que no puedo ni estampar aquí a usted, por mutuo respeto. Pero un día se habían pronunciado palabras peores que las más soeces. Al final de un discurso del diputado de derechas Calvo Sotelo, en el que enumeraba los delitos públicos cometidos en los últimos meses en España con la indiferencia del Gobierno ante ellos, la diputada de izquierdas Dolores Ibárruri (llamada con cursilería que había de resultar trágica: Pasionaria) comentó: Este hombre morirá con los zapatos puestos.
Lo cual era un comentario sin precedentes en ninguna Cámara de Representantes del mundo; pero el comentario de esta mujer sin alma que pedía a las masas la abolición de la compasión y de la piedad y que en los mítines gritaba ¡Viva la guillotina!, pronto quedó convertido en una fruslería al ver que lo de morir con los zapatos puestos le ocurría, en efecto, a Calvo Sotelo.
Carta de Jardiel 51
Fue un crimen de Estado: inauguración que en España había también de corresponder a las izquierdas y que hasta creyeron poder justificar. Los hechos sucedieron así: un capitán de Guardias de Asalto, comunista, llamado Castillo, le pegó dos tiros en una revuelta a un tradicionalista llamado Llaguna; familiares de éste (o amigos) tiraron contra Castillo en una calle y le mataron a su vez. Lo de Llaguna, claro, no se había «ni comentado» por ser un tradicionalista; pero al ocurrir lo de Castillo, las izquierdas rugieron pidiendo venganza.
Y en la noche del 12 al 13 de julio, a las tres de la madrugada, una camioneta de Guardias de Asalto, la señalada con el número 17, a las órdenes de un capitán de la Guardia Civil —expulsado del Cuerpo por los sucesos de 1934 y readmitido al volver las izquierdas— fueron a casa del diputado y cumpliendo órdenes superiores, le obligaron a vestirse, rompieron el teléfono para que no pudiera comunicar con nadie, le arrancaron de los brazos de su mujer, le subieron a la camioneta y, mientras ésta rodaba a toda marcha por la calle de Lista, lo mataron de dos tiros en la nuca, dejando el cadáver en el depósito del Cementerio del Este.
Carta de Jardiel 52
Cuando la noticia se extendió al otro día por España, hubo una especie de silencio impresionante. Pero cuando se vio que el Gobierno suspendía los dos periódicos que daban la noticia íntegra —El Debate y La Época— y que se clausuraban las Cortes para no hablar de aquello oficialmente y que la declaración de un Consejo de Ministros reunido ante el caso decía, en pleno cinismo increíble, que —…el Gobierno estaba dispuesto a evitar la repetición de casos como aquél y que se esforzaría en mantener el espíritu de convivencia entre los españoles cuando el país vio —con estupefacción— que los que habían ordenado o al menos aprobado el crimen, después de anunciarlo públicamente en el Parlamento (caso insólito) hablaban de evitar su repetición, una ola de indignación callada, pero abrasadora, recorrió España, de Norte a Sur y de Este a Oeste.
Cinco días más tarde había de reunirse un pleno de las Cortes para prorrogar el estado de alarma en que jurídicamente se gobernaba; y en esa reunión Gil Robles y el Conde de Vallellano acusaron al Gobierno de aquel crimen de Estado. Martínez Barrios (Presidente) y el señor Barcia (Ministro de Estado) trataron de defenderse, desvirtuando la realidad del hecho, en dos discursos hipócritas y falsos: y ahí, oficialmente, iba a acabar todo el asunto Calvo Sotelo. (Al lado de cuya muerte, la del duque de Enghien, durante el Imperio Napoleónico, era una broma, pues, a la postre, el duque no era diputado de ningún Parlamento de Francia; ni se le mató en nombre de la libertad de la República, aunque ya se había matado bastante en Francia en nombre de «aquello», pocos años antes.)
Carta de Jardiel 53
La reunión terminada, y desde allí mismo, sin detenerse en Madrid ni a tomar café, Gil Robles, Vallellano, y cuantos diputados no afectos al marxismo había en la reunión, enfilaron las carreteras hacia las fronteras: unos hacia la de Francia y otros hacia la de Portugal: porque ya todos los que decían la verdad en España en julio de 1936 temían por sus vidas.
Todo español no marxista (NEUTRAL) temía en aquel momento en España por su vida. Y todo español no marxista o neutral pensó y se dijo entonces resueltamente:
– ¡Hasta aquí «han» llegado!
¡Ay! Habrían de llegar mucho más allá… y pronto. A partir de aquel instante y de un modo acelerado, casi todo el país se preparó. La Falange (que seguía siendo muy poco numerosa, a pesar de lo cual se había batido bravamente en los últimos tiempos contra los pistoleros marxistas en las calles y llevaba ya 50 muertos) creció en toda España en millares de afiliados y cada militar no marxista limpió su pistola y aguardó órdenes; y misteriosos enlaces, no se sabía de qué organización, se agitaron febriles, de unas ciudades a otras. Todo el mundo esperaba el «choque», en suma.
Y lo propio ocurría en el «campo» marxista. El partido socialista gravitó cada vez más hacia el comunismo revolucionario, apartándose de la fracción —llamemos gubernamental— de Indalecio Prieto, que era el único cerebro despejado que tenían las izquierdas, para seguir a Largo Caballero, ya disparado en el marxismo y ya orgulloso de que le llamasen los suyos el Lenin español. Todas las organizaciones de izquierdas se hallaban Ojo alerta. Se encarcelaba a las derechas por redadas, que, en Madrid, sólo, eran de 250 a 300 personas diarias. La Prensa no marxista dejó de existir prácticamente; mientras la marxista llamaba al combate a sus huestes, anunciándolo próximo.
Carta de Jardiel 54
«Ateneos Libertarios» y «Comités» repartían consignas atroces; y hasta las organizaciones comunistas infantiles (llamados pioneros) tuvieron su misión futura señalada. Se confeccionaban listas con los nombres de las personas que había que matar en el primer momento; y otras con los nombres de aquellos a quienes había que matar en «segunda vuelta». Se repartían en los Centros de izquierdas instrucciones de ataque enseñando el mejor manejo de todo instrumento ofensivo: desde la dinamita hasta la hoja de afeitar dispuesta en un mango, «instrumento propio para atacar a la víctima cuando ya está en el suelo» (textual, pues yo leí esas «instrucciones»).
Y todo esto con la aprobación y el estímulo del Gobierno, del que era presidente Santiago Casares Quiroga.
Una «Olimpiada Popular» (Comunista) que había de celebrarse en Barcelona en agosto, reuniría en España «combatientes marxistas de todos los países». (También esto lo leí yo entonces en una «hoja» marxista de «Plan de ataque» y esos «combatientes» marxistas de todos los países eran las ya «pensadas» Brigadas Internacionales, que estuvieron armadas, equipadas, instruidas y listas para la acción a últimos de septiembre.)
Carta de Jardiel 55
Y así llegamos al 17 de julio de 1936, en que, a las 5 de la tarde, se sublevaba o alzaba, el Ejército de África, resuelto a concluir con el estado de cosas que iba estrangulando a España. Y el 18 a 19 se sublevaban todas las guarniciones de la península, con sendas luchas callejeras; triunfantes en unas provincias y fracasadas y ahogadas en sangre por los rojos en otras.
A estos sublevados —o alzados— por la Patria, por el honor, por la independencia española, por la justicia y por el derecho a la vida de las gentes, se les llamó ya en todo el Mundo: REBELDES. Para ser exactos y no mentir tenían que haberle agregado a esa palabra seis palabras más: REBELDES AL CRIMEN Y A LA ANTIPATÍA.
Porque eso eran. Ésta es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Carta de Jardiel 56
Al conocer la noticia de África, la izquierda en masa, como un gigantesco monstruo amenazado, bramó, y escupió las palabras más feroces de su feroz vocabulario. Pero como las palabras ya jugaban poco —y sólo iban a ser buenas, en lo sucesivo, para la propaganda y para engañar a todos los hombres de buena fe y de buena voluntad del Mundo— la izquierda entró en acción. ¡Pavoroso espectáculo el que pronto produjo aquella acción!
Mientras en la Prensa y la Radio se mentía que la sublevación estaba ya yugulada, el Gobierno repartió todas las armas de todos los parques de Madrid, Barcelona y demás ciudades donde realmente había sido yugulada la sublevación, entre todas las organizaciones marxistas, incluidos los cañones: armando a todo marxista y a todo simpatizante, y, por si fuera poco, abrió las cárceles de esas ciudades para todos los presos de delitos comunes, y también entregó armas a aquellos hombres. Y los incitó a matar.
Esta es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Carta de Jardiel 57
Usted, amigo mío, puede imaginarse las consecuencias. Convencidas esas masas armadas de que los sublevados eran muy pocos (y bien pocos eran, como verá más tarde); convencidas de que ninguna fuerza humana podía oponérseles; no creyendo en la intervención posible de ninguna fuerza divina; incitados a matar; preparados un día y otro a una revolución marxista que había de estallar en octubre y empujados por un Partido Comunista, que también había crecido en pocos días hasta alcanzar la suma de 60.000 afiliados, aquellas masas ya sólo pensaron en realizar, tres meses antes de lo previsto, la revolución marxista, que había de hacer tabla rasa en toda la Nación.
(A este error inicial rojo de hacer la revolución antes de ganar la guerra, malgastando los primeros meses en una actividad criminal, que restó combatientes a sus líneas de fuego, debió Franco el que las escasas fuerzas con que al principio contaba no fuesen aplastadas bajo el abrumador peso de la masa y el número.
Pero de las «causas» de la victoria y de la derrota ya hablaremos.) En consecuencia, el choque entre sublevados y marxistas fue inmediato a la sublevación de África en toda España. O más claro: la noticia de la sublevación de África fue la orden de ¡Fuego!, para ambos bandos. Y ya el resultado en cada provincia dependió de cuál de las dos fuerzas fue más rápida, más intrépida y más audaz.
En las provincias en que inmediatamente se echaron a la calle los sublevados, los sublevados fueron dueños en seguida del mando: y estas provincias fueron nacionales; pero en aquellos sitios en que los sublevados estuvieron retrasados, o tímidos, o indecisos, o no salieron a las calles, actuaron en el acto los marxistas, y dominaron ellos y mandaron ellos ya, emprendiendo automáticamente sus matanzas.
Carta de Jardiel 58
Aun así, los nacionales no dominaban por completo en todas las provincias en que habían vencido, pues gran parte de aquellas provincias quedaron bajo control rojo; es decir, que (aun sus propias provincias) los nacionales tuvieron unas completas y otras incompletas y a fines de julio sólo tenían completas 18 e incompletas seis. Y tuvieron que luchar particularmente en dos capitales (después de ser suyas), Sevilla y Granada, porque en ambas los rojos se hicieron fuertes en sendos barrios: los de Sevilla, en Triana; y los de Granada, en el Albaicín. Estos últimos no rindieron las armas hasta el 25 de julio, y los de Sevilla, hasta el 5 de agosto. (Más tarde tendré que volver a tocar este tema.)
Y en Madrid y Barcelona (donde los sublevados fueron ahogados en sangre muy pronto), y en todo el territorio rojo, el asesinato —al vencer «ellos»— se convirtió en «una de las Bellas Artes».
Y se empezó a asesinar (con martirio o sin martirio previo), primero por razones políticas; y luego por antipatía personal; y por odio; y por rencor; y por envidia; y por diferencia de clases; y por asuntos particulares; y por deudas de dinero; y por rivalidades amistosas, amorosas y profesionales; y por ser cura; y por ser rico; y por ser creyente; y por tener en casa un retrato del Papa (cosa que luego agradeció poco el Papa) o un retrato del Rey, o una bandera nacional; y por confusión de un apellido; y por ser suscriptor de un periódico de derechas; y por llevar un escapulario o unas medallas; y por ser pariente de un militar o un político significado en el otro «campo».
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Y al final ya se asesinó por llevar cuello y corbata; y por usar bigote recortado (que decían que era moda monárquica); y por gusto de asesinar. (Ellos decían dar gusto al dedo.) Robados todos los coches particulares (menos los de los marxistas) entre el 18 y el 19 de julio (a mí me robaron un Ford 8, comprado a plazos a fuerza de escribir y de trabajar, pero yo era para ellos un burgués por no haber hecho nunca literatura de izquierdas), e instalados en esos coches, pintarrajeados de iniciales y símbolos, bandas de aquellos hombres armados, mezclados los hombres de ideas con los delincuentes vulgares, y dándose nombres idiotas, pero cuya actuación convirtió en espantosos.
La escuadrilla del amanecer, Los linces de la República, Los hijos de La Pasionaria, etc., recorrieron las ciudades y el territorio de punta a punta, a todas horas del día y de la noche (sembrando y creando en las ciudades el terror al motor) en busca incesante de víctimas que asesinar. y que eran asesinados en lugares «dedicados a eso» (próximos a Madrid, la Casa de Campo, Paracuellos, San Antonio de la Florida, etc.), lugares a los que, luego, acudía la chusma, principalmente las mujeres: y muchas llevando a sus hijos, a profanar los cadáveres con el insulto y de otras formas que no deben contarse.
Yo he visto la cabeza del general López Ochoa, asesinado en el Hospital Militar de Carabanchel (Madrid) donde se hallaba, clavada en un palo y paseada por la muchedumbre marxista entre aplausos, porque López Ochoa, antiguo izquierdista, había sido jefe de las tropas que dominaron Asturias en la rebelión de 1934: un «traidor».
Carta de Jardiel 60
Y aún no se ha calculado del todo las personas que fueron asesinadas por las izquierdas del 36 al 39, porque ese cálculo es imposible. En Madrid solamente, pasaron de 140.000 almas. (Ciento cuarenta mil almas: el doce y medio por ciento de su población total.) En toda España, seguramente pasan del millón. Meses enteros, desde mi casa, he oído yo por las noches, gritar a los que estaban asesinando.
Por el día, los ruidos de la ciudad ahogaban esas voces. y YO HE VISTO los ríos de sangre que manaban del Depósito de cadáveres de Madrid, en cuyo recinto la sangre alcanzaba en el suelo cuatro dedos de altura.
Lo HE VISTO YO: un día que fui por si estaba allí el empresario de teatro que estrenó mis primeras obras en un acto, José L. Campúa, y que, efectivamente, estaba allí, en los montones de muertos, deshechos a tiros.
Yo he visto muchas más cosas, pero he visto demasiadas cosas increíbles para poderlas contar.
Aquellas bandas de forajidos, que pronto fueron llamados milicias y milicianos, pasaron de ser bandas, a ser multitudes, e invadiéndolo todo y deshonrando sus propios apelativos Confederación Nacional del Trabajo, Unión General de Trabajadores, etc., se convirtieron simplemente en verdugos y plagaron de cuerpos palpitantes todas las carreteras de su España, durante días, durante meses; durante dos años.
Carta de Jardiel 61
Irrumpían en las casas de todo el país, sacaban a los hombres, o a las mujeres, elegidos a la rastra, fuera de día o fuera de noche, y se los llevaban a darles el paseo, que ésa fue la expresión popular del crimen.
Y al que intentaba en nombre de algo protestar, se lo llevaban con la víctima.
Del robo y de la expoliación hecha en todas partes, no creo que necesite hablarle; puesto que ya le hablo de lo que ocurría con las vidas humanas, es ocioso decirle lo que ocurría con los bienes y propiedades.
En 1939 cada español no marxista había conservado en su poder lo que no le gustó a ningún marxista desde julio de 1936 hasta entonces: exclusivamente eso, y miles de familias perdimos toda nuestra casa: y hablo de los que no habíamos tenido actividades políticas antes de la guerra ni durante ella.
Carta de Jardiel 62
En agosto y septiembre de 1936, todos los lugares aptos (o no) para ello, aparecían llenos de unos extraños mapas, hechos con arenas de colores, de propaganda comunista; y de estatuas de cartón, de propaganda comunista; y de pancartas, afiches, banderas, banderolas, folletos, fotografías, de propaganda comunista.
Fue el delirio en propaganda comunista, porque consideraban la guerra ganada en diez o doce días y ya no disimulaban su verdadero objetivo, que era la sovietización de España y la muerte de todo ser humano que no se sometiese a esa tiranía.
Resumiendo: exceptuando a los marxistas o simpatizantes marxistas, más o menos sinceros, EN EL TERRITORIO «LEAL» SÓLO SALVÓ LA VIDA EL QUE PUDO ESCONDERSE O REFUGIARSE EN UNA EMBAJADA. (Y de éstos, no todos.)
Pero se acabó lo espantoso y vayan los hechos guerreros, que quizá usted tampoco conoce, y que se merece usted conocer.
Carta de Jardiel 63
El 19 de julio la España de Franco —o nacional— contaba con 26 provincias incompletas, frente a 24 provincias completas (y los trozos de las incompletas) que tenían los marxistas o rojos: pues así hay que llamar a unos y a otros para ser justicieros y exactos. El territorio rojo era muchísimo más extenso que el nacional, e infinitamente más rico en industrias y minas.
El territorio nacional era, en cambio, más rico en ganadería y agricultura, pero esta ventaja se contrapesaba por un exceso de población en relación con la extensión del terreno: los daños ya causados, anteriormente, por el gobierno republicano en el suelo y riqueza, eran comunes a los dos territorios.
DIFERENCIAS INICIALES DE LOS DOS BANDOS QUE REDUNDARON EN BENEFICIO DE LOS «NACIONALES»: los nacionales dominaron rápidamente sus provincias y hubo luchas callejeras diez o doce días en las provincias que más, que fueron Sevilla, Granada, Mallorca y Zaragoza. Pasados esos diez o doce días máximos, los “nacionales” tuvieron el orden interior garantizado y pudieron dedicarse sólo a la guerra en todos sus aspectos de acción en campaña, fabricación de municiones y material, etc.
Los rojos, por el contrario, y como queda dicho, se dedicaron a hacer la revolución en su territorio, robando, matando, persiguiendo «fascistas», y destruyendo: y vivieron más preocupados por la revolución comunista que por la guerra, singularmente en los primeros meses: hasta que el Partido Comunista (Gobierno Negrín) gobernó de hecho, de derecho y en plena autocracia.
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SEGUNDA DIFERENCIA: los nacionales estuvieron desde el primer instante unidos entre sí (las discrepancias entre falangistas y tradicionalistas no surgieron hasta 1937 y fueron leves, no afectaron al orden y concluyeron con la fusión de las dos fuerzas hecha por Franco y que ya he explicado). Entretanto, los rojos, aunque unidos en el marxismo, estaban desunidos en el fondo y eran hostiles entre sí: comunistas-socialistas contra anarcosindicalistas.
Esta hostilidad llegó a ser odio: cada vez más vivo, conforme la victoria de Franco se fue dibujando y se fue dibujando la propia derrota. Los anarquistas y anarcosindicalistas («C.N.T.» y «F.A.I.») eran —como también he dicho— numerosísimos; y muy valientes; y furiosamente anticomunistas (Españoles: individualistas, no lo olvide usted nunca…) El comunismo tuvo que darle la batalla: y la dio —mayo de 1937— en seis días de combate en las calles de Barcelona, con tanques y llevando tropas del frente de Aragón, incluso. (Yo estaba en Barcelona y vi «eso» también.)
Vencieron los comunistas-socialistas (Gobierno Negrín) y durante noches y noches los vencedores hicieron una callada pero tremenda limpieza de vencidos (por «limpiar» entiéndase MATAR). (Los vencidos y diezmados no olvidaron nunca y se vengaron de los comunistas, acogotándolos por el mismo procedimiento en las calles de Madrid, ya casi al final de la guerra —marzo de 1939— en la llamada «Semana Comunista», cuando ya las gentes de Franco se apretaban las cartucheras para entrar en Madrid, y en aquella semana, a su vez, los comunistas cayeron a montones bajo el ataque sin cuartel de los anarcosindicalistas.) Anarquistas «sueltos», que guerreaban «por su cuenta» con sus grupos de adictos, fueron también muertos por los comunistas; ejemplo: Durruti. Estas muertes, naturalmente, se presentaron como accidentes de campaña, muerto ante el enemigo, etc. Y los propios soldados rojos se lo creían.
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Otro enemigo suyo aplastó el comunismo: el P.O.U.M., partido trotskista. Los trotskistas eran pocos y asesinado su jefe, Nin, el partido se disolvió en el comunista-estaliniano (Gobierno Negrín). Pero aún bajo el dominio férreo de ese partido comunista, los «leales» estuvieron toda la guerra divididos entre sí, en oposición con la unida y aglutinada España de Franco.
TERCERA DIFERENCIA: los nacionales aceptaron automáticamente la disciplina, la jerarquía del mando, la confianza y fe en ese mando, y la acción coordinada y combinada en el combate. Por el contrario, los rojos (a quienes durante años se les había inculcado el antimilitarismo, el desprecio y el odio hacia el militar y la idea de que todo militar era un enemigo suyo) repugnaron desde el primer momento la disciplina; desconfiaron de todo mando ejercido por un militar «de carrera» y —sobre todo en los tres o cuatro primeros meses— desobedecieron a esos mandos y asesinaron a muchos jefes suyos (militares), achacando los descalabros guerreros a traición de esos jefes.
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Repugnaban también de toda coordinación y combinación para el combate: por espíritu anárquico (individualista), y, en general, fue dificilísimo convencer a aquellos hombres —persuadidos en mil mítines de «lo infame» que era el Ejército— de que, para acabar con el Ejército, tenían ellos que constituir un Ejército.
CUARTA DIFERENCIA: los nacionales tuvieron desde el primer momento ideales espirituales y españoles por los que luchar: la Patria; la vieja bandera gloriosa, roja y gualda (aunque a todos les recordaba el pasado; familia, hogar, afectos, juventud o niñez, etc.) y la religión (la Virgen de Tal, el Cristo de Cual). Y, entretanto, los rojos no tuvieron ideales, sino ideas, por los que luchar; y aunque el fanatismo de una idea basta para matar, no a todos les era suficiente para morir.
Y después de eso, esas ideas eran extranjeras. Los marxistas no sintieron al principio lo extranjero del comunismo; pero cuando empezaron a tener que obedecer a jefes extranjeros, que ni siquiera sabían saludar en español, y que, además, se mostraron terriblemente crueles en su problema de implantar la disciplina —Kleber, Walter, Hans, Douglas, Torunczyk, Gorieff, Luckas, Morandi, Dumas, Kopik—, entonces sintieron que aquella idea por la que luchaban no era suya, y algo se rebeló en su fondo fisiológico de españoles natos, a pesar del fanatismo.
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El Gobierno rojo notó esa peligrosa reacción y procuró siempre, en lo posible, que los extranjeros que dirigían la guerra estuvieran en los Estados Mayores dando órdenes a jefes que lo eran sólo relativamente —Lister, el Campesino, Cipriano Mera, Modesto Guilloto, Tagueña, etcétera— algunos de los cuales llegaron a ser jefes efectivos por sus dotes de mando instintivas, pues las personalidades espontáneas no son extrañas en España, país y raza de individualista. (Cipriano Mera, anarquista, albañil de oficio, llegó a ser un jefe verdadero a quien había que tener muy en cuenta cuando mandaba fuerzas. A los comunistas, en marzo de 1939, él fue quien los derrotó al frente de sus hombres.)
De todas suertes, en 1938 los combatientes rojos habían perdido, en general, mucha fe comunista y luchaban más por miedo al que vencía y por la fuerza de la costumbre que por ideas, ya desengañados.
QUINTA DIFERENCIA: en el «campo» nacional se dijo siempre la verdad respecto a la marcha de la guerra; cuando iba bien, cuando iba regular y las pocas veces que fue mal. El «Parte oficial de guerra de Salamanca» era el Evangelio en punto a veracidad y exactitud: y lo fue siempre. Con tal veracidad —comprobadísima mil veces— la retaguardia nacional y, sobre todo, los combatientes nacionales, se robustecieron de fe en Franco, en admiración y en respeto; y en agradecimiento por la confianza que él demostraba tener en su Ejército y en su retaguardia; y a la inversa: retaguardia y Ejército nacionales sintieron aumentar por días y progresivamente la falta de fe, el desprecio, la burla y la repugnancia hacia la causa roja, que mentía siempre y sistemáticamente.
Carta de Jardiel 68
Porque, por el contrario, el «parte oficial rojo» jamás dijo la verdad sobre la marcha de la guerra: fingió victorias suyas y derrotas de los nacionales, que nunca habían existido, ocultó sus crímenes o se los achacó al enemigo; y sus mentiras constantes, que eran constantemente comprobadas, acabaron por ser comidilla en su retaguardia e incluso en su Ejército.
Yo he oído decir en Barcelona a marxistas indudables, después de una batalla dudosa: Bueno: esta noche sabremos la verdad por las radios «facciosas». Pues, contrariamente y de modo no confesado, pero sentido, la retaguardia y el Ejército rojos terminaron por creer más el «parte» nacional que el «parte» propio.
SEXTA DIFERENCIA: los nacionales comieron de sobra y barato durante toda la guerra, y los rojos sólo comieron de sobra y barato en una minoría. En su retaguardia hubo escasez en seguida. Y en Madrid hubo hambre desde el segundo mes, en el setenta por ciento de las casas.
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Porque los rojos, desde el 18 de julio, robaron y vaciaron tiendas; saquearon almacenes; mataron el ganado; y paralizaron la agricultura. Y después, lo poco que quedó lo administraron de disparatada manera. Para lograr una abundancia, que los rojos no quisieron nunca creer, Franco se había limitado a administrar bien un territorio que no había sido saqueado y donde no se había matado al ganado a tiros, y en el que seguían todos los cultivos y recolecciones, no sólo normales, sino intensificados.
Por eso Franco tuvo alimentos para su territorio y para el que fue conquistando, y hasta para arrojar pan sobre Madrid hambriento en sacos, por medio de aviones y de pequeños paracaídas, aunque los rojos, enfurecidos, proclamaban que el pan «estaba envenenado, y no dejaban al vecindario cogerlo, y disparaban sobre los que lo pretendían, pues, naturalmente, ni los propios rojos creían el «cuento» ya muy contado del «envenenamiento».
SÉPTIMA DIFERENCIA: desde el primer día de la guerra y hasta el final, los nacionales tuvieron siempre espíritu de sacrificio. Los rojos no lo tuvieron nunca. Porque los unos lucharon por lo espiritual y los otros por lo material. Porque unos supieron renunciar a todo, menos a vencer; y los otros renunciaban a vencer con tal de tenerlo todo. (Un hombre despojado de su hacienda lucha para recuperarla. Un hombre que se ha quedado con la hacienda ajena, quiere disfrutar del producto de su robo.) Indalecio Prieto resumió en un aforismo esta inmensa verdad que tanto contribuyó al éxito de Franco y a la derrota marxista:
Los ricos supieron ser pobres, y los pobres no supieron ser ricos.
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OCTAVA DIFERENCIA: el Ejército nacional se habituó desde el primer día a avanzar y a atacar. Y en tanto, el Ejército rojo se habituó desde el primer día a defenderse y a retroceder. «¡No pasarán», gritaron los rojos siempre, con gran aplauso de la imbécil opinión del mundo en general! Pero si la general opinión del mundo —y los rojos— no hubieran sido imbéciles, habrían preferido el grito de: «¡Pasaremos!», que era donde estaba el éxito.
NOVENA DIFERENCIA: por encima de las mentiras de las propagandas pasadas y actuales, en el «campo» nacional hubo muchísimos menos, infinitamente menos, abrumadoramente menos combatientes extranjeros que en el «campo» rojo, Y además, esos combatientes extranjeros (italianos, pues alemanes sólo hubo aviadores de la Legión Cóndor, no dieron resultado luchando (recuérdese Guadalajara y alguna otra acción en que los italianos y sólo los italianos, retrocedieron); y entretanto los combatientes extranjeros que lucharon al lado de los rojos (Brigadas Internacionales) que eran miles y miles y miles, dieron un resultado tremendo en la lucha.
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Eso, unido al apoyo decisivo que en el exterior encontraron siempre los rojos, y al escaso apoyo que en el Exterior tuvieron siempre los nacionales (las victorias de Franco se paliaban y empequeñecían adrede en el Exterior y cualquier pequeño acierto rojo se aumentaba y exaltaba disparatadamente en el Exterior), llevó a dos estados psicológicos distintos y opuestos, a saber: los nacionales se acostumbraron desde el primer momento a no contar más que con sus propias fuerzas: y esto les endureció. Y en tanto, los rojos, hasta el último instante, estuvieron acostumbrados a esperar de fuera una ayuda decisiva (intervención, guerra mundial, etcétera): y esto les ablandó.
DÉCIMA DIFERENCIA: los nacionales tuvieron siempre ejemplos fehacientes e indudables del heroísmo de su propia gente: Defensa del Alcázar de Toledo, defensa del Santuario de Santa María de la Cabeza; defensa de Belchite y Quinto; defensa de Oviedo; defensa de los cuarteles de Simancas, etc., etc.
Y entretanto los rojos no tuvieron ejemplos heroicos en su propio «campo».
Unos se sabían heroicos y se sabían en la obligación moral de serlo.
Y los otros carecían de ese resorte tremendo.
UNDÉCIMA DIFERENCIA: los «nacionales» no odiaron nunca a los «rojos». (A mí me dejó estupefacto, al llegar, en 1938, a zona «nacional», comprobar esta falta de odio a un enemigo que odiaba tanto. Pues mientras en «zona roja» a las «nacionales» no se les nombraba más que entre insultos, en zona «nacional» siempre se hablaba de los «rojos» llamándoles por el apelativo —general a todos: retaguardia y combatientes— de «rojillos»: y esto, aunque parezca mentira, como tantas cosas verdaderas, más con «CONMISERACIÓN: SIMPÁTICA» que con DESDÉN o DESPRECIO.)
Carta de Jardiel 72
Por eso la vida en España después del triunfo nacional ha sido posible: porque no había odio del nacional al marxista. AUNQUE LA PROPAGANDA LO DIGA, pues la propaganda miente y ha mentido SIEMPRE y, por el contrario, el odio del marxista al nacional era tan grande, que, en caso de éxito marxista, el fin de la guerra habría sido una apocalíptica catástrofe de centenares de miles de víctimas. Tenga usted la seguridad, amigo mío. Y ello en seguida, a las pocas horas de la victoria y antes de la sovietización de España que habría seguido inmediatamente a esa victoria. Y por fin…
DUODÉCIMA y ÚLTIMA DIFERENCIA: a causa de haber precedido a la guerra los cinco años de régimen republicano fracasado, ya descrito, que había desengañado a los hombres izquierdistas de talento (ejemplos: Unamuno, Ortega y Gasset, Marañón, Baraja, etc.) al empezar la guerra en 1936 ocurría ya que al lado de los nacionales —o en espíritu con ellos— estaban «casi» todos los españoles «selectos».
Carta de Jardiel 73
Al mes de guerra, y ante los crímenes marxistas de ese primer mes, ya el «casi» era «totalidad». Y al lado de los marxistas —o en espíritu con ellos— estaban los mediocres, los francamente inferiores, los cerrilmente fanáticos y los que se habían comprometido tanto que ya no podían dar marcha atrás.
En una guerra civil ese fenómeno es decisivo. Porque al inclinarse hacia un lado la totalidad, o la casi totalidad de los selectos, enfrente, en el otro bando, sólo se alinea lo que quedó de aquel país, después de hecha la selección; o sea, la sustancia no selecta de ese país, es decir: la escoria mental, a la que ya no hay selecto ninguno que agregar. Y no tengo que decide a usted cómo lo mental (en todos los órdenes sociales y profesionales) influye en una guerra. Es, sencillamente, la victoria. Y esa ley se cumplió una vez más.
Carta de Jardiel 74
Al mes de guerra, mi antiizquierdismo se hallaba en ese punto de crecimiento en que ya más crecimiento es imposible: por el espectáculo horrible del Madrid donde el estallido me había sorprendido. Pero, naturalmente, disimulé ese antiizquierdismo, pues no disimulado era la muerte inevitable. Huir de Madrid no podía intentado con toda la familia, y hacerla solo en aquellos momentos era declararse faccioso o fascista y no sólo jugarse la propia vida, sino sentenciar a muerte o, al menos, a checa (las cárceles eran ya checas al estilo ruso) a cuantos familiares quedasen en Madrid.
En consecuencia, disimulé, me hice el tonto y «observé» los acontecimientos, espectáculo horrendo; pero que valía la pena por su excepcionalidad histórica. Ya he dicho y repito que en bastante tiempo yo no creí en el éxito de los sublevados, por las razones expuestas; pero cuando se pudo saber que Franco estaba en el «movimiento», comprendí que sólo con él existía alguna probabilidad de victoria: sin lograr tener todavía —lo confieso sinceramente— la fe ciega que en mucha gente hizo nacer aquella noticia: fe, que, por otra parte, iba a ser el cincuenta por ciento de la victoria nacional entonces y después. Saber la verdad de lo que ocurría en campo nacional era imposible, pues todos los recursos informativos estaban en manos del gobierno marxista y oír la radio era exponer la vida. Eso aparte, en casa no había aparato de radio.
Pero la falta de talento de los que escribían los periódicos (muchos de los refugiados actuales); las noticias dichas en voz baja y al oído por gentes no marxistas; las propias mentiras mal urdidas de la información gubernamental dada a los periódicos; algunos discursos y artículos publicados en Informaciones de Indalecio Prieto, único izquierdista que, por ser el único mentalmente capacitado, creía, con razón, ser útil decir alguna verdad de vez en cuando; la costumbre, pronto adquirida, de percibir esa verdad en un leve detalle, en un descuido, en una palabra imprudente, en un conocimiento casual propio.
Y —en fin— la fuerza de la naturaleza de las cosas, hizo que, casi desde el primer momento, muchas personas —y entre ellas yo— supiéramos siempre la esencia de lo que sucedía en «campo» nacional. Así, yo supe, de julio a octubre, los OCHO ACONTECIMIENTOS GRAVÍSIMOS para los rojos sucedidos entre esas dos fechas y que a continuación expongo.
Carta de Jardiel 75
PRIMER ACONTECIMIENTO GRAVÍSIMO para los rojos el 18 de julio: Ese día, el gobierno marxista, creyendo de tal forma evitar la rebelión de Marruecos, mandó dos aviones a bombardear el barrio moro de Tetuán, y el bombardeo afectó a la Gran Mezquita e hizo víctimas. La población mora de Tetuán (el 89 por 100 de sus habitantes) se amotinó contra los españoles: y allí hubiera acabado el «Movimiento nacional» de Tetuán (y en seguida el de toda África), ahogado en sangre a manos de los moros, si el Gran Visir no hubiera corrido a la ciudad desde su casa de campo y a sus 76 años y enfermo, no hubiera montado a caballo y, jugándoselo todo —el prestigio y la vida—, no se hubiera lanzado a explicar a los moros, y logró explicarles.
Les explicó que los españoles estaban en guerra entre sí, desde hacía unas horas, y que los aviones que habían bombardeado eran de los rojos, enemigos de los militares de África, que eran nacionales. La corriente agresiva mora quedó canalizada en aquel instante supremo para siempre, y ya todos los moros de África útiles para combatir estuvieron, gratis y fanatizados, a las órdenes de Franco.
Carta de Jardiel 76
¿Era gravísimo o no el acontecimiento, que ni se comentó en el Madrid marxista siquiera? Con aquella torpeza, el gobierno marxista había alineado frente a sí a todas las fuerzas del «Protectorado» que Franco pudo al principio (y quiso después) traer a España.
El Gobierno rojo (y la propaganda) mintió que Franco llevaba a los moros a la lucha obligados. La verdad es que los moros se pegaban por inscribirse en el Ejército de Franco, porque habían dado ya a la guerra el carácter de «religiosa», y morir frente a los rojos era el Paraíso con huríes y demás delicias islámicas. También supe que el día 6 de agosto había ocurrido el…
SEGUNDO ACONTECIMIENTO GRAVÍSIMO para los rojos, de que los rojos tampoco midieron la gravedad. Y era que a las ocho de la noche había cruzado el estrecho de Gibraltar, desde África a la península, el primer convoy de tropas: la Legión y Regulares. Fue un caso de audacia y de valor por el lado nacional; de timidez y cobardía por el lado rojo.
Carta de Jardiel 77
Cuatro buques mercantes, defendidos por un cañonero chiquitín, el «Dato», habían cruzado unas aguas dominadas por toda la escuadra, antes española, y ahora en manos rojas por asesinato de todos los oficiales de Marina de casi todos los barcos. Un destroyer con cañones de 14 kilómetros de alcance, que intentó interceptar el convoy (y que pudo aniquilarlo sin una sola baja propia, amparado en la distancia de tiro), el «Alcalá Galiana», huyó a toda máquina ante los disparos, de seis kilómetros de alcance, del diminuto, pero valeroso, cañonero. Y el convoy de tropas había pasado, y ya las columnas de ataque se ponían en marcha hacia Madrid, a través de toda Andalucía, toda Extremadura y toda la Mancha, que debían antes conquistar palpo a palmo. El 15 de agosto hubo el…
TERCER ACONTECIMIENTO GRAVÍSIMO para los rojos, siempre desdeñado por ellos: la conquista de Badajoz por esas tropas (Yagüe). Este acontecimiento lo acusaron los marxistas, pero sólo con vistas a la propaganda, la torpeza obsesiva de siempre: y la mentira, claro; pues por algo era propaganda izquierdista.
Y la propaganda consistió en decir que los nacionales habían cometido salvajadas increíbles en la ciudad: que habían toreado en la plaza de toros a un diputado izquierdista llamado Manso: poniéndole banderillas y matándole a estoque y muleta, etc.
Carta de Jardiel 78
Todo este absurdo se creyó. Se creyó que un hombre, después de ponerle banderillas (suponiendo ya esto factible) tuviera energías para conservarse en pie y ser estoqueado… En fin: ¿para qué analizar cosas así? Basta con decir que estas cosas así, dichas por la propaganda, se creyeron. (¿Habría y habrá MALA FE en el mundo?)
Desde luego, en Badajoz —plaza fuerte, fronteriza, con murallas y puertas casi medievales: extraordinario baluarte para una defensa que, además, fue terrible— debieron de ocurrir cosas tremendas por los dos lados, en la lucha por tomarla y defenderla, pues una Bandera de la Legión quedó reducida, en el asalto, a 54 individuos supervivientes. Con lo que todo queda dicho: y expuesto el que los defensores rojos en Badajoz ni eran mancos, ni tiraban naranjas al asaltante. (Eso sí: los combatientes rojos supieron morir; pero su jefe [coronel Puigdendolas], militar «de carrera», pero izquierdista, no se decidió a morir con sus hombres, y huyó a Portugal en automóvil, para entrar luego de nuevo en zona roja por otro sitio: aunque nada habría de librar con ello, pues su sino no era el de sobrevivir a la guerra y en ella pereció tiempo más tarde.) También supe, aunque con enorme retraso, el…
Carta de Jardiel 79
CUARTO ACONTECIMIENTO GRAVÍSIMO para los rojos, ocurrido el 5 de agosto, y fue que aquel día las tropas nacionales del sector Norte de España, mandadas por el general Mola, habían tomado Irún (los restos dinamitados de la ciudad de Irún, pues los marxistas la habían destruido antes de retirarse), sobre el Bidasoa; y que la frontera occidental francesa de España, así como el Puente Internacional, estaba en manos nacionales. (A pesar de la ayuda que intentaron dar a los rojos los franceses.) La importancia de este hecho era, ante todo, política, internacional y diplomática, por el carácter frontero de la ciudad. El 8 de septiembre supe el…
QUINTO ACONTECIMIENTO GRAVÍSIMO para los rojos, que también a sus masas se les ocultó mientras fue posible: y ello era que, al anochecer, unas fuerzas del Ejército del Norte (general Mola) que, procedentes de la Sierra de Gredos, avanzaban cautelosamente en la oscuridad, bordeando la Sierra de San Vicente, se toparon con un destacamento de otras tropas, que avanzaban en la noche en sentido inverso y que, cuando ya iban a tirotearlas, alguien reconoció en los que subían, las borlitas que llevaban en sus gorras los soldados de la Legión; y los tiros se convirtieron en abrazos y en vivas.
Carta de Jardiel 80
Aquellas otras fuerzas eran del Ejército del Sur (general Franco) y el encuentro significaba nada menos que ya la «zona nacional» no estaba dividida en dos mitades aisladas y en dos Ejércitos aislados, sino que se acababa de verificar la unión del Norte y del Sur, a lo largo de toda la frontera de Portugal. Esto era ya de tal modo grave para los rojos que yo, por primera vez, pensé en la posibilidad de una victoria nacional; e Indalecio Prieto —por su parte— se creyó en la obligación de dar la voz de alarma a los suyos, exponiendo a la opinión marxista la importancia excepcional del hecho; peor que diez batallas perdidas (dijo).
Pero eso no remedió lo ocurrido. Y en todo lo demás, siguieron mintiendo. Y el Alcázar de Toledo, por ejemplo, se daba (y anunciaba) por rendido todos los días, publicando fotos del Ayuntamiento de Toledo en los periódicos, diciendo que era el Alcázar: con lo cual reían los rojos, pero reíamos más (por dentro, claro) los que Conocíamos Toledo. Supe en aquel mismo mes, el día 28, el…
Carta de Jardiel 81
SEXTO ACONTECIMIENTO GRAVÍSIMO para los rojos: y ése sí que fue ocultado desesperadamente a las masas marxistas (en octubre aún lo negaba mucha gente roja en Madrid), y fue la conquista de Toledo y liberación del Alcázar por los nacionales, que seguían subiendo inconteniblemente hacia Madrid, aunque sólo sumaban escasamente 4.000 hombres y sólo tenían artillería de campaña.
Pero en la intimidad del Gobierno (del que era Presidente a la sazón Largo Caballero), aquello produjo una honda crisis, callada y disimulada por el momento. No era para menos. Descontado el fiero heroísmo tenaz que a los defensores del Alcázar (¡con 800 mujeres Y niños dentro!), insuflaba el entonces coronel Moscardó; y descontado el impetuoso heroísmo, no menos tenaz, de aquellos 4.000 hombres escasos —la flor del Ejército de Franco— que avanzaban sin cesar de pelear en campo abierto (bajo el calor espantoso del verano español en las estepas de Extremadura y de la Mancha, y antes de Andalucía) desde hacía ya cuarenta y nueve días (con sus noches); descontados esos dos factores principales.
Toledo lo habían perdido los rojos por la brutalidad terca y fanática de Largo Caballero que, obsesionado por la rendición del Alcázar, obsesionado por la venganza sangrienta que deseaba hacer, como desquite, sobre aquellos españoles ciento por ciento que ya se defendían entre ruinas, mantuvo hasta el último momento alrededor del Alcázar ¡10.000 hombres! Cuando con dos millares hubieran bastado para mantener el sitio y cuando, lanzando los ocho mil restantes sobre los nacionales, que llegaban ya casi exhaustos de fatiga, hubiera logrado los dos soñados objetivos: derrota de los que avanzaban y hecatombe final en el Alcázar.
Carta de Jardiel 82
La Providencia y la naturaleza de las cosas cegó a aquel hombre, ya bastante ciego de por sí; pero esa ceguera no podía perdonarla Moscú, que era quien dirigía el cotarro y desde aquel punto quedó decretada la muerte política del Lenin español, que ni supo nunca ser Lenin, ni supo nunca ser español. La realización de esa muerte política fue dejada para más tarde, pero aquel día fue decretada; y en lo sucesivo, el partido socialista debía quedar a las órdenes de Indalecio Prieto, aunque perdida ya en la masa comunista su significación y su nombre como partido.
EL SÉPTIMO ACONTECIMIENTO GRAVÍSIMO para los rojos, tuvo lugar el 17 de octubre, y fue la liberación de Oviedo, la rotura del cerco de mineros y tropas rojas que ya asfixiaba a la ciudad —pues pisaba sus calles—, por la columna nacional, que se había abierto paso a través de una Asturias en pie de guerra, desde la raya de Galicia.
La torpeza roja de Toledo se repitió aquí en cuanto a lo de preocuparse más por aplastar al general Aranda, que defendía Oviedo, que de echar el resto para detener a la columna libertadora del coronel Camilo Vega, que avanzaba, ganando el terreno a centímetros y contestando al cartucho de dinamita con la bomba de mano. Y aquí fue aún más terca esa terquedad, porque el odio a Aranda era casi una enfermedad de los nervios de los mineros marxistas asturianos, lo que se explica diciendo que Aranda era republicano, y le consideraban como un traidor, porque no podían considerar que existiera un republicano capaz de amar más a España que a la República que la asesinaba.
Carta de Jardiel 83
Por otra parte, el heroísmo de los defensores de Oviedo y el de las tropas que avanzaban hacia la ciudad sitiada, fue inenarrable, pues lucharon en todo tiempo en proporción de uno a treinta; y el corredor, abierto a través de Asturias, que unía Galicia y Oviedo, se mantuvo luego durante ¡trece meses! Aranda lo explicó diciendo: «La columna que avanzaba tenía el grueso de un brazo en su punto de partida; el de una muñeca ya cerca de Oviedo; después era sólo una mano tendida hacia la ciudad, pero aún no llegaba a «tocarla», y entonces aquella mano extendió un dedo… y por ese dedo llegaron a Oviedo las tropas de Vega.»
Por esta sola manera de explicar, ya comprenderá que Aranda es un hombre de talento. y gracias a que él tuvo más talento que los setenta y cinco mil que cercaron durante tres meses a la ciudad, pudo sostenerla, teniendo como tenía, además, el enemigo metido dentro de la ciudad también. Y, en fin: el…
Carta de Jardiel 84
OCTAVO y ÚLTIMO ACONTECIMIENTO GRAVÍSIMO para los rojos, había sucedido al día siguiente de la toma de Toledo, el 29 de septiembre: el nombramiento de Franco como Generalísimo y Jefe único de los Ejércitos Nacionales y del «Estado Español», lo cual hasta para mí fue una garantía de victoria, porque —descontados los méritos excepcionales de Franco, que yo entonces no conocía, enteramente—, «no hay victoria sin unidad de mando», aforismo que sabe todo el mundo —y la Rusia comunista la primera—; pero que ni Rusia, con todo su poder, logró nunca por completo en la zona roja española. (Porque la unidad en el mando les repugnaba a los ROJOS españoles —excepción hecha de los ya entregados a Rusia—: y no hay Rusia ni Universo capaz de obligar a hacer a un español —rojo o NACIONAL—, lo que ese español NO QUIERA. Y MENOS QUE NADA, OBEDECER.)
Algunas otras cosas verdaderas llegó a reconocer Indalecio Prieto en sus artículos de Informaciones; por ejemplo: el talento de Aranda y la pérdida que para los rojos significaba lo que ellos llamaban la traición del defensor de Oviedo; y reconoció la gigantesca trascendencia de que Franco hubiese tomado el mando único de los Ejércitos Nacionales y la Jefatura del Estado, con los plenos poderes que ello significaba.
Reconoció, y lo dijo, que la guerra iba a ser larga y que tenían que prepararse para la campaña de invierno, lo que indignó a la casi totalidad de los marxistas, que tenían la convicción de un dominio rápido (cuestión de días) de la sublevación, y para quienes el que dijera lo contrario era fascista; y, en fin, reconoció otra cosa más grave que sucedió en Madrid el 22 de agosto, día en que tuvo lugar la espantosa matanza de los presos de la Cárcel Modelo, y que fue tan horrible que levantó en masa al Cuerpo Diplomático, acreditado en Madrid: México incluido.
Carta de Jardiel 85
Prieto no confesó en público la matanza, sino que en público la justificó; pero en privado dijo a alguien que se apresuró a divulgar sus palabras: «Nos hemos cubierto de cieno… y, además, hoy hemos perdido la guerra».
Reflexión certísima, pues ante aquella salvajada sin precedentes, hasta los españoles más indecisos aún, se inclinaron en contra de aquellas gentes, y, por lo tanto, a favor de Franco, a quien los rojos le achacaban salvajadas como aquélla y peores, pero que se sabía de sobra que no las hacía. (Y ése fue el grandísimo pecado de Prieto: que, teniendo la convicción de que perderían la guerra desde agosto del 36; había de contribuir poderosísimamente a sostener y mantener la guerra él, personalmente, casi hasta el final.)
Carta de Jardiel 86
Esa guerra, en julio del 36 se inició alegremente para las «milicias» rojas, que comenzaron a ir a los frentes como quien va de merienda: llevándose las novias y hasta dejando el frente al anochecer para volverse a cenar a Madrid. Pero eso duró muy poco, porque la realidad no tardó en imponerse con su fuerza aplastante, y los rojos tuvieron que ir renunciando cada vez más a hacer su revolución y a disfrutar de ella, para ir, cada vez más también, en mayor número, a luchar en los campos de batalla, los más próximos de los cuales fueron para Madrid en el verano del 36 los de las dos Sierras de Guadarrama y Navacerrada, y concretamente sus dos puertos (Alto del León y Somosierra) que eran los accesos de esas sierras y los pasos obligados para entrar y salir de Madrid en dirección Norte.
El segundo quedó inmovilizado en seguida, e inmovilizado estuvo hasta el fin de la guerra. Pero en el Alto del León (Guadarrama) —ruta hacia Segovia, Ávila y toda Castilla la Vieja— los combates durante todo el verano y el otoño fueron terribles.
Conquistada la cima por un puñado de nacionales, que nunca fueron más de 800 hombres, procedentes de Ávila, Segovia y Valladolid, mezcla de militares y falangistas (estudiantes y campesinos: pues la Falange de Valladolid, era la más entusiástica de España, por entusiasmo de su jefe local, Onésimo Redondo, muerto al pie de la Sierra en los primeros días) nunca ya pudieron los rojos desalojarles de su posición e invadir el Norte de España, a pesar de sus esfuerzos, que llegaron a ser heroicos, singularmente en el otoño. Millares y millares de milicianos, llenos de coraje sin organizar, cayeron allí para siempre, ante los 800 hombres de arriba llenos de coraje organizado.
Carta de Jardiel 87
Se decía en Madrid, para justificar este primer desastre inexplicable, que en el Alto del León los nacionales tenían terribles defensas de cemento y acero. Puro cuento. Los nacionales luchaban allí parapetados en las cercas de piedra de los campos y detrás de los árboles de que la Sierra está cuajada: ésas eran todas sus defensas.
La explicación del desastre estaba en que los que atacaban lo hacían valientemente, pero de un modo anárquico, y sin obedecer a sus jefes, de los que desconfiaban y, con frecuencia, fusilaban, mientras que los que defendían la cumbre obedecían ciegamente a sus jefes y cumplían una consigna: morir en el puesto antes que dar un paso atrás. Eso fue todo. En noviembre, aquel frente se estabilizó también ya hasta el final de la guerra.
He vivido en las dos zonas, roja y nacional —trece meses en una y nueve meses en la otra— y hablo con exacto conocimiento de causa, adquirido de visu.
Carta de Jardiel 88
Las fuerzas nacionales fueron en los primeros tiempos escasísimas en relación con el territorio que tenían que defender y con el que tenían que conquistar. Estaban constituidas en aquellos primeros meses por el poco ejército que había en los cuarteles al estallar la guerra, en colaboración con: Guardia Civil de su territorio (y parte de la que se pasó con ellos procedente de territorio rojo); Guardias de Asalto de su territorio (y algunos —pocos, pues esta fuerza resultó en general muy izquierdista— pasados de territorio rojo); Falangistas; voluntarios civiles de partidos de derechas (o apolíticos, que se decidieron políticamente al estallar la guerra); Requetés (o Tradicionalistas); y nada más.
Porque el Ejército de África era el que operaba por el Sur, yendo de Andalucía hacia Madrid, y en aquellos primeros meses tenía bastante con su propia tarea y, además, estaba aislado de las fuerzas nacionales del Norte y resto de España. (En noviembre, ya nombrado Franco Generalísimo, fue cuando el Ejército NACIONAL empezó a organizarse seriamente.) Así, la Sierra de Guadarrama la defendió gente de Ávila, Segovia y Valladolid; la de Somosierra, gente de Burgos, Palencia y Logroño; que tenían que cubrir un extensísimo frente que, cruzando la carretera de Francia por Alcolea del Pinar y Sigüenza, llegaba, pasando por Soria, hasta Aragón. Toda la tropa de Navarra, menos unos pocos, que fueron a reforzar Zaragoza y Huesca, se empeñó desde el primer momento en una campaña hacia el Norte, cuyos éxitos iniciales fueron la conquista de Irún y San Sebastián.
Carta de Jardiel 89
Álava tenía enfrente Vizcaya: y se limitó a contener por aquel lado la invasión marxista, en combates de una dureza terrible por la desproporción del número. y León y Zamora contuvieron a los asturianos marxistas que intentaban bajar hacia Castilla. Galicia la emprendió en seguida con Asturias en un ataque de Oeste a Este (columna que llegó a liberar a Oviedo tiempo después). Mientras, Aragón, con su fiereza peculiar, luchaba contra siete provincias marxistas (y con los propios marxistas de su territorio), pues luchaba contra Cataluña y Valencia coaligadas y que amenazaban, casi en sus barrios extremos, a Zaragoza, Huesca y Teruel.
Jaca se defendía en los Pirineos contra todo el Norte catalán: Ampurdán, Urgel, etc. Con respecto al Sur, ya he expuesto la situación: las provincias andaluzas marxistas luchaban contra las provincias andaluzas nacionales, mientras el pequeño Ejército de África subía, combate tras combate, por Andalucía oriental, Extremadura, la Mancha, etc., en dirección a Toledo y Madrid.
Carta de Jardiel 90
En cuanto a los territorios de Guinea, se habían unido a los nacionales sin lucha, lo mismo que las Islas Canarias y toda el África española. Y en cuanto a Baleares, era roja la isla de Ibiza, y nacionales todas las demás. Mallorca tuvo que defenderse (y derrotar) de una invasión marxista marítima enviada desde Barcelona. El trabajo de los nacionales era, pues, tremendo, sobre todo si no se olvida que el marxismo (a excepción de Navarra) tenía ya minado todo el país, hasta en sus más pequeños y alejados rincones, y en todas partes con el mismo feroz fanatismo.
En los primeros meses el Sur lo mandó Franco; y el resto lo mandó Mola. Y el material con que contaban al empezar era risible: incluso tenían racionadas las municiones.
La tropa que dio peor resultado en combate fue la Guardia Civil: en cambio resultó siempre muy eficaz en la defensa de posiciones y sitios: sitio de Oviedo, sitio del Alcázar, sitio del Santuario de la Virgen de la Cabeza, etc.
Carta de Jardiel 91
En combate era muy buena la Falange y el Ejército regular y voluntario; e insuperables, los Requetés (o Tradicionalistas).
Los jefes mejores, los que procedían de África (y al acabar la guerra, había un grupo de jefes superiores, de Coronel para arriba) COMO NO LOS HAY HOY EN NINGÚN PAÍS DEL MUNDO, Y RÍASE de los que han hecho LA ÚLTIMA GUERRA EUROPEA. Nombres: Aranda, Yagüe, García Valiño, Varela, Solchaga, Muñoz Grandes, Barrón, Tella, Ríos Capapé (defensor de la «Universitaria»), Moscardó, Asensio, Sáenz de Buruaga, Barroso, Orgaz, Garda Escámez, Mizzian, Dávila, Vigón, Gallarza, Ponte, Vega, Bautista Sánchez, Solans, Muñoz, Serrador, Sagardía, Monasterio…)
El 28 de septiembre (siempre del 36) supe de un ACONTECIMIENTO GRAVÍSIMO para los nacionales: el día anterior habían desembarcado en el puerto de Valencia las primeras Brigadas Internacionales mandadas por el marxismo mundial para derrotar a Franco, a las órdenes de André Marty. Esas Brigadas se instalaron en Albacete para acabar de organizarse. Venían soberbiamente armadas y equipadas y en todas sus banderas la hoz y el martillo.
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Trajeron tanques rusos, con un cañón de tiro rápido, de mucho calibre y blindaje magnífico. El 29 de octubre, lo que quedaba del Ejército de África, que había regado con sus muertos el territorio conquistado, llegó a los barrios extremos de Madrid: eran alrededor de 3.000 hombres. El Gobierno marxista se fue a Valencia y en Madrid se constituyó una Junta de Defensa, nominalmente mandada por Miaja; en realidad, mandada por rusos.
Las Brigadas Internacionales ocuparon las trincheras de la defensa de Madrid. Eran unos 14.000 hombres: contra ellos se estrellaron los 3.000 hombres que intentaban conquistar la capital. A pesar de eso (a pesar de los internacionales de repuesto y del armamento estupendo y en cantidad extraordinaria; y de los tanques rusos, etc.), los 3.000 hombres (que hacía, en ese momento, ochenta y seis días que luchaban sin dejar de andar), tomaron la Ciudad Universitaria; y atravesaron el Manzanares; y conquistaron los arrabales de Carabanchel, Usera, Puente de Vallecas, Villaverde; y los pueblos próximos de Las Rozas, El Plantío, y la Casa de Campo; y hasta el Parque del Oeste de Madrid.
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Y ya no hubo fuerza humana que los echase de ninguno de esos sitios en los 28 meses que había de durar aún la guerra. Ése fue el «fracaso» de los nacionales en Madrid, y el «éxito» de los marxistas en Madrid, tan cacareado por las propagandas.
Al llegar a ese punto, Franco comprendió que la guerra iba a ser muy dura, y que ya no tendría que derrotar rojos españoles, sino que en los campos de España tendría que derrotar —por primera vez— a todo el comunismo mundial, con su gigantesco poderío. Ahí se vio al Hombre y el carácter del Hombre. Y ese hombre ACEPTÓ EL RETO. Y para aceptar el reto no tenía nada de nada: ni dinero; ni armas, ni Santidad, ni material de Ingenieros, ni aviación, ni barcos, ni gasolina y sus derivados.
No tenía más que su propia persona: y detrás, una raza inmortal. Y pensando lo que tenía el enemigo, que era TODO, y lo que él tenía, que no era más que aquellas dos cosas, Francisco Franco resumió su convicción, en esta consigna sorprendente y grandiosa, que lanzó a los oídos de aquella raza que le seguía: FE ABSOLUTA EN LA VICTORIA.
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Y se metió a trabajar en su despacho de Burgos. ¿Qué hacía Franco? Hacía lo que le ha dado la victoria en la guerra y el éxito en la paz (llamemos paz a lo que siguió a aquella guerra): ORGANIZABA.
He ahí el secreto’ de Franco: organización. Franco es, ante todo y sobre todo, un organizador. Por eso venció y por eso sigue en el Poder hoy, aun con todas las dificultades gigantescas que había para vencer en aquella guerra y para mantenerse luego en ese Poder.
Tenaz e incansable, desde su despacho de Burgos, fue organizando una cosa detrás de otra: el país en la retaguardia; el Ejército; lo exterior. Desde los Reyes Católicos ha habido de todo en España. Pero lo que no había habido desde entonces en España, hasta Franco, es un Jefe de Estado que organizase. ¿Comprende ahora, De María y Campos, mi buen amigo, cuál ha sido y es el SECRETO?
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Lo que aquel hombre hizo desde su despacho de Burgos, es inenarrable. Lo que la raza inmortal hizo, para corresponder a aquel esfuerzo inenarrable, es inverosímil. Y TODO fue inútil: Rusia; el Tesoro español, en manos rojas, los millares y millares de combatientes internacionales que siguieron entrando en la zona roja por la frontera oriental francesa, la presión de medio mundo ejercida contra la España nacional.
Las calumnias de españoles traidores y de extranjeros equivocados o rebosantes de odio; los barcos cargados de material ruso, checoslovaco, inglés (y hasta alemán e italiano, que también de eso tuvieron los rojos, porque no faltaron fabricantes que se encogían de hombros ante todo menos ante el dinero); las tropas regulares que mandó Francia (que también de eso hubo); la Prensa y la Radio y el Telégrafo mundiales; la aviación francesa y rusa; los ríos de oro procedentes de banqueros y de obreros de todo el mundo, a quienes se les descontó jornales para ayuda a los rojos españoles; los torpedos procedentes de barcos extranjeros… TODO FUE INÚTIL.
La raza inmortal avanzó, avanzó, avanzó durante el año 1937 y durante el año 1938 y durante dos meses aún del año 1939… y un día los rojos y TODOS SUS AMIGOS se quedaron sin tierra española en que poner los pies. Entonces se fueron a América, donde se les recibió como a víctimas de una tiranía. Pero el tirano no es Franco. El tirano es el destino, que se revuelve siempre, implacable, contra los que en el mundo cometen delitos de lesa Patria.
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Y ÉSTE ES TAMBIÉN EL «SECRETO» DE TODO LO SUCEDIDO.
Estuve en el Madrid rojo, en un Madrid sucio, triste, miserable y hambriento, infectado de checas rusas en lugar de cárceles y de banderas comunistas en lugar de españolas, hasta abril de 1937. Llevado a una de esas checas el 16 de agosto y luego que tuve la excepcional suerte de poder salir de ella, gracias a la estupidez de mis denunciadores, que me acusaron de cosas cuya falsedad vería un ciego, viví ya siete meses encerrado en mi casa, sin pisar la calle: convencido de que no existía otra defensa de la vida que hacerse olvidar de los amigos. Y después de mil peripecias que harían esta carta interminable, llegué a la Barcelona roja, donde subsistí como pude hasta agosto.
Ya la muerte política de Largo Caballero era un hecho, y un Gobierno Negrín, con Prieto en el Ministerio de la Guerra, intensificó la sovietización de España en la realidad, y fingió lo contrario en la apariencia. De abril a agosto, fueron desapareciendo los símbolos externos comunistas (con vistas a tranquilizar al extranjero) de calles y plazas; pero en la intimidad del Ejército y de las cárceles Rusia mandó y dominó más que nunca y con mayor fiereza. Los anarcosindicalistas y anarquistas dejaron de existir como fuerza política. Y entonces fue también cuando sucumbió aniquilado el partido trotskista (o P.O.U.M.).
Carta de Jardiel 97
Se construyeron checas rusas hechas a propósito: y ahora el martirio dado a los presos no fue esporádico, sino sistemático; muchos presos murieron mientras les martirizaban; otros, enloquecieron. El Ejército rojo, dominado por los comisarios políticos, fue ya un bloque comunista en el que se hallaba indefectiblemente la muerte: o de la bala enemiga o de bala propia (en los avances, al soldado que retrocedía lo mataba el que iba detrás: ésa era la CONSIGNA).
Prieto, el nuevo Ministro de la Guerra, teniendo de Generalísimo a un general «de carrera», a quien el miedo por las vidas de sus hijos hizo unirse al comunismo —Vicente Rojo: apellido que era una cruel ironía del destino—, planeó ofensivas de gran estilo, con derroche de hombres y de material modernísimo, que entraba sin cesar por los puertos y por la frontera oriental de Francia: batallas de la Casa de Campo, del Jarama, de Brunete.
Todo inútil… Al año de comenzada la guerra (julio de 1937), los rojos habían perdido las provincias de Badajoz, Cáceres, media Toledo, Guipúzcoa, Málaga y Vizcaya; 110.000 prisioneros; otros tantos evadidos o pasados; 582 aviones; 280 cañones; 305.000, toneladas en barcos; tres barcos de guerra y tres submarinos; dos globos y un dirigible. Las demás armas, por millares; y municiones, por millares de toneladas.
Carta de Jardiel 98
Logré al fin salir de Barcelona por medios que no puedo revelar, porque perjudicaría revelándolos a los interesados, y por los mismos medios saqué de zona roja a toda mi familia. Mandé a todos a vivir a zona nacional (donde las mujeres, ancianos y niños procedentes de zona roja no necesitaban dinero para vivir, pues se ocupaba de ellos el Estado hasta que resolvían su situación), y yo me fui a la Argentina a reponerme física y económicamente.
Estuve en Buenos Aires trabajando con eficacísimo éxito desde octubre del 37, que llegué, hasta mayo del 38, en que me trasladé a la España de Franco, entrando en ella por Ayamonte, Huelva y Sevilla. Durante aquel otro año transcurrido, los esfuerzos del comunismo internacional en nuestra guerra habían sido desesperados. Conseguida ya una disciplina férrea, impuesta a través de los Comisarios políticos, y por procedimientos del más salvaje terror, el Ejército rojo, que ya contaba con tanques de veinte toneladas y con aviones incluso de fabricación norteamericana, y con Brigadas Internacionales incontables, había llevado a cabo ofensivas tremendas. Todo inútil… Siempre todo inútil…
Al acabar aquel 2º. año de guerra (julio de 1938), los rojos habían perdido todas las provincias del Norte (Vizcaya, Guipúzcoa, Santander y Asturias); todo Aragón; parte de la provincia de Lérida; parte de la de Guadalajara; parte de Ciudad Real; parte de Jaén; y la de Castellón entera: y Franco había llegado al Mediterráneo, partiendo en dos pedazos el territorio rojo.
Carta de Jardiel 99
Y habían perdido los rojos 200.000 prisioneros más; 250.000 desertores, o «pasados» más; 700 aviones más; 530 cañones más; 275.000 toneladas de barcos más; dos buques de guerra más y otro submarino; 105 tanques pesados; y ametralladoras, fusiles, municiones y material en cantidades ingentes.
El triunfo de los rojos era ya imposible, porque las fuerzas nacionales «organizadas» del todo por Franco, constituían un Ejército de más de 700.000 hombres, espléndidamente equipados y con una moral de victoria irresistible. Prieto, convencido de que no podían ganar ni sin disciplina, ni con disciplina, ni con la ayuda rusa y mundial, ni de ninguna manera, aprovechó el ansia de dictadura —apoyada por Moscú— de Negrín; «se hizo el tonto» y se dejó separar del Gobierno.
Poco después se marchaba a América con un tácito: ¡Ahí queda «eso»! No podían seguir; era inútil que siguieran; pero Moscú exigía seguir y siguieron, tiranizados por Negrín, a quien secundaba el comunista Álvarez del Vayo, y siempre con el mando militar oficial de Vicente Rojo en el Estado Mayor y Miaja en la defensa de Madrid, que nadie había vuelto a atacar desde noviembre y diciembre de 1936.
Carta de Jardiel 100
La Policía (organizada al modo ruso) «S.I.M.», hacía casi tantas «bajas» en la retaguardia como en el frente. Creyendo que con ello destrozaban a Franco, lograron del Comité de No Intervención una retirada de tropas italianas del Ejército nacional. Franco debió de reírse bastante, pues la verdad es que los italianos no le habían servido más que para tener algún sinsabor que otro.
Salieron unos millares de italianos… Y el Ejército nacional siguió alineado sus 700.000 hombres. Los rojos, por su parte, aún lograron formar su propio y nuevo Ejército, redoblando el Comisariado y por el terror, mientras (para el Exterior) le daban la vuelta a la tortilla ideológica en la propaganda, hablando otra vez de República y hasta de Patria y de España; ¡y de Religión! Y emprendieron una ofensiva hacia Aragón, iniciada con el paso del Ebro, por el sector Fayón-Flix-Gandesa. Lo atravesaron la noche del 25 de julio con material de ingenieros del ejército francés, avanzaron por la otra orilla, tomando prisioneros y conquistando seis u ocho pueblos.
Franco, que estaba actuando por Valencia, volvió los ojos hacia aquella «invasión» y debió felicitarse por la ocasión que se le ofrecía: copar a la mayor masa del Ejército rojo. Los primeros días no contraatacó. Formó un semicírculo de cañones, apoyado en sus dos extremos en el río.
Carta de Jardiel 101
Dejó en aquella bolsa, de catorce kilómetros de profundidad por noventa de largura, a todo el Ejército asaltante, con el río a la espalda; hizo crecer el río abriendo todos los embalses de los Pirineos; y el 6 de agosto, todos aquellos cañones —¿eran 800, eran 1.000? — comenzaron a hacer fuego a un tiempo dentro de la bolsa, mientras por encima, la aviación, después de limpiar el cielo de aviones rojos, pasaba, bombardeando treinta y cuarenta veces diarias.
Noche y día disparaban aquellos cañones y bombardeaba aquella aviación. Y en noviembre, aquella aviación y aquellos cañones seguían tirando sobre la bolsa del Ebro. Aquella bolsa se tragó primero los batallones rojos; luego, las brigadas; por último, las divisiones enteras. En noviembre, repasaban los rojos el río, derrotados. Lo habían cruzado en julio 112.000 hombres; lo atravesaban ahora 15.000.
El resto se había quedado en la bolsa. Ese resto era lo que tenía todavía de mejor el Ejército rojo. Las Brigadas Internacionales, traídas para derrotar a Franco y para esclavizar a España a Moscú, ya no existían. Las había pulverizado el hombre del despachito de Burgos, al frente de la raza inmortal.
Carta de Jardiel 102
Nada más entrar en zona nacional, y aprovechando el haber entrado por Andalucía, me ocupé de enterarme de la muerte de Federico García Lorca. Pues cuando —aún en zona roja— supe la noticia de su muerte, me pareció imposible por lo absurda; pues Federico, con el que yo había tenido un trato bastante frecuente, nunca, que yo sepa, se había metido en política. Es más: yo nunca oí a Federico hablar de política siquiera. Pues hasta en las últimas épocas de 1936, cuando me encontré con él, lo hallé igual que siempre: afectuoso, cordial, alegre, anecdótico, brillantísimo en su conversación —de otros temas—, rebosante de proyectos (sólo artísticos), de imaginación y de la más fina gracia y el más culto sentido del humor.
La última vez que le vi fue en abril de 1936, en el Teatro Cervantes de Madrid, donde la Compañía Soler-Mari-Milagros Leal representaba una obra de Suárez de Dezi, titulada «Dan» y en la que había debutado en la profesión, precisamente, Armandito Calvo, que ahora es huésped de ustedes y que era entonces un jovencito. El drama de España, el espeluznante choque, estaba ya en el aire…
Carta de Jardiel 103
Y Lorca me estuvo contando un episodio, saladísimo, al que él le añadía su cernida sal propia, de las cartas que cruzaba con su novia una criada suya. En aquellos momentos, cualquier fanático de izquierdas hubiera dicho -en contraste- que «no estaban ya las cosas» para hablar de criadas por muy gracioso que fuera… esta era la diferencia del fanático y del no fanático. ¿Que Lorca era «de izquierdas»? Sí. Eso SE DECÍA. Yo NO TUVE OCASIÓN DE COMPROBARLO PERSONALMENTE. (Y por eso, cuando supe su muerte, me resistía a creerla, pensando: «¡Pero si Lorca nunca ha tenido nada que ver con la política!.» … Mas, por espantosa desgracia, era verdad su muerte.)
Y aunque se decía (y todo el mundo admitía) que Federico era de izquierdas, a nadie le importaba ni a nadie nunca le importó: porque como él era un verdadero artista, no había caído en el fanatismo; y como no había caído en el fanatismo, seguía siendo —y nunca dejó de ser— una criatura encantadora.
Carta de Jardiel 104
En su espantoso destino final, para mí, lo más espantoso ha sido siempre la espantosa incongruencia que hubo en aquella espantosa injusticia. Pues él era el ÚNICO escritor, un hombre famoso, muerto en zona nacional: el ÚNICO: lo que no podía hacer creer a nadie más que a los rojos (y esos por motivos esencialmente políticos) que obedeciera a un sistema de represalia, como el que yo había presenciado en zona roja; en donde los escritores de renombre, muertos por venganza política, eran DIEZ, sin contar otros artistas de fama, no escritores.
Pero todas mis pesquisas fueron vanas: nadie sabía lo ocurrido: ni los amigos más íntimos y de más confianza que reencontré. Los días del «Alzamiento» estaban particularmente confusos en Granada y en Sevilla por haber sido las dos ciudades nacionales donde más tiempo habían tardado en dominar —y gobernar enteramente— los nacionales: por las luchas en el Albaicín y en Triana, últimos reductos de los rojos en las dos ciudades respectivamente.
Por otra parte, por indecisión (léase «rojez») del jefe que mandaba en Granada al estallar la sublevación de África —el general Campins—, Granada fue la ÚLTIMA ciudad de territorio español que se sublevó: no lo hizo hasta las 5 de la tarde del 20 de julio de 1936; y eso porque la oficialidad presionó y casi amenazó de muerte al general Campins, fusilado, pocos días después, en Sevilla, adonde fue trasladado en avión por orden de Queipo de Llano, que le había destituido el día 12 por radio. En el maremágnum granadino comprendido entre los días 19 al 23 de julio, se nos había hundido Federico a sus amigos y admiradores, a España y a la Poesía castellana. Quien no maldiga la política capaz de crear esos caos, es un mal nacido.
Carta de Jardiel 105
Sin embargo, no cejé: y la idea de averiguar estuvo siempre presente en mí. Un día alguien me dio una versión que había corrido por entonces. Según esa versión, dos amigos de Federico, hermanos y falangistas, le habían hecho refugio en su casa, donde vivió no se sabe qué número de horas. Ausente uno de los hermanos de la casa, al volver ya no halló ni a Federico ni al propio hermano: detenidos y sacados de allí en su ausencia.
Versión verosímil, en la revuelta de una ciudad en lucha civil; pero ¿verdadera? Yo no lo sé, ni nadie aquí lo supo ni lo sabe. Lo que sí sé y sabe todo el mundo, es que silenciar lo ocurrido con Lorca, no investigarlo, no proclamarlo, no aclararlo, no lamentarlo oficialmente, fue UN GRAN ERROR POLÍTICO NACIONAL.
Carta de Jardiel 106
El único, pero el MAYOR ERROR que se pudo cometer. ¡Y bien han aprovechado los rojos la circunstancia! Todavía en 1944, en Buenos Aires, asistí yo a una de las representaciones dadas por la Xirgu en el Teatro Avenida, de Bodas de Sangre: y en los programas de mano podía leerse: …representación del drama original del malogrado y genial poeta García Lorca, vilmente asesinado por los secuaces de Franco, titulado «Bodas de sangre».
Jamás en zona nacional se ha representado una obra de Muñoz Seca o de Honorio Maura diciendo en los programas que fueron «asesinados por los secuaces de la República» y, sin embargo, fue bien verdad. (Y salvo las naturales diferencias del mérito literario, pensando sólo en que eran escritores y de dilatada fama.)
Carta de Jardiel 107
(A todas horas, en Buenos Aires, un gran dibujante y escenógrafo español izquierdista, que iba con la Xirgu, condenaba con las más exaltadas palabras —y tenía bien de razón al hacerlo— la muerte de Lorca, de quien era muy amigo; pero yo no podré olvidar nunca que «ese mismo dibujante», al comunicarle yo en la Barcelona ROJA que en Madrid habían matado al pintor Ponce de León, gran amigo de él también [y que era un ángel como hombre y excepcional artista], culpado de DERECHISMO, él me contestó muy claramente: ¡ESTÁ BIEN MUERTO POR IDIOTA!) (A tanto lleva ese maldito fanatismo.)
Sí. Silenciar la muerte de Lorca y no lamentarla oficialmente fue un gran error político y una inmensa injusticia artística y literaria, tanto mayor cuanto que Lorca para ningún nacional estaba considerado como un enemigo político. Pero tampoco debe ni puede olvidarse que el momento histórico en que vino a ocurrir la espantosa tragedia de Federico estaba tan cuajado de tragedias espantosas de toda índole, que esa desatinada abundancia abrumó los casos particulares: hasta los más señeros y trascendentes. y fuera como fuese, García Lorca es ya inmortal y jamás nadie le ha quitado ni le quitará la gloria.
Carta de Jardiel 108
Pero vaya acabar con cuanto afecta al desarrollo de la guerra. Después de la catástrofe de Ebro debió de haber terminado la guerra, pues virtualmente estaba terminada.
Pero no quiso Rusia: había que seguir todavía. La zona roja estaba esquilmada; en Madrid la gente civil comía cáscaras de naranja y de patata de los estercoleros, que llenaban las calles; y morían de hambre a centenares. En el campo no había ya más que desolación y ruina: los perros supervivientes, los gatos supervivientes, los pájaros supervivientes, arrastrados por el instinto de comer y guiados por ese instinto hacia donde hubiera qué comer, se habían pasado, ya hacía tiempo, en masa a zona nacional.
Esto es rigurosamente exacto: se pasaron hasta caballos y mulas del Ejército rojo. De los rojos huían ya hasta los irracionales. Pero, como aún había «racionales» (nominales) que estaban con ellos, y como Rusia lo exigía, ¡siguieron!… Se rebañaron los cuarteles, los centros obreros, las fábricas y las casas particulares: y se pusieron en pie de guerra otros 200.000 hombres para oponérselos a Franco y detener la ofensiva por Cataluña que él planeaba. Ya estaban en filas tres generaciones, desde los 15 años hasta los 50; ya estaban obligados a batirse juntos y a morir juntos los abuelos, los padres y los nietos…
Carta de Jardiel 109
Pero había que seguir, porque lo mandaba Rusia, hasta el último adolescente, hasta el último viejo: y destruir España hasta la medula. En diciembre, atacó Franco. Todavía hubo veinte días de atroces combates en la Cataluña occidental y meridional. Al cabo de esos 20 días, todo se derrumbó.
Y el Ejército rojo quedó convertido en unas masas de hombres harapientos y enloquecidos, sin ganas de vivir y sin ganas de morirse, que se sentaban en los caminos, con el fusil entre las piernas, esperando a ser prisioneros de aquellos compatriotas fuertes, bien comidos, de vitalidad arrolladora, a quienes la falta de contacto con Rusia había conservado todas las normalidades de la noble naturaleza humana.
Cayó Barcelona sin disparar un tiro. Cayó toda Cataluña. Se llegó a la frontera francesa oriental: sin que se oyeran más detonaciones que las de los balazos que acababan las vidas de los prisioneros nacionales en manos comunistas. Porque éstos, los del Partido, aún estaban de pie, bien vestidos y alimentados, y huían en manadas hacia la acogedora Francia, quemando, matando y dinamitando a su paso. Y llevándose el botín. Francia los acogió amorosamente… quedándose con todo cuanto pudo del botín.
¡Con qué esfuerzo debieron gritar «¡alto!» los jefes de las Brigadas Navarras al llegar a Le Perthus! ¡Con qué esfuerzo debieron obedecer esas voces de «alto» los soldados de las Brigadas Navarras!
Carta de Jardiel 111
Y, después de «esto», RUSIA MANDÓ RESISTIR AÚN. Y su «delegado» en España, Negrín, siempre seguido del «subdelegado» Álvarez del Vayo, se trasladaron de Francia a Valencia y Madrid en aeroplano para ¡reorganizar la guerra! Nunca estuvieron más cerca dos delegados de Moscú de ser linchados que Negrín y Álvarez del Vayo entonces.
Las tropas comunistas, que aún quedaban en Madrid y Valencia, les salvaguardaron, con su jefe supremo, el comandante Barceló. Azaña, Presidente de la «República», refugiado en la Embajada, en París e invitado por Negrín a ir a Valencia, se negó en redondo. «No iré a España mientras haya guerra», contestó. (Ya no había de ir nunca; su destino era morir fuera del suelo histórico, que tanto había mancillado e injuriado con su pluma y su oratoria amargas de hombre sin fe en nada; y murió en Arcachón, enfermo desde mucho tiempo antes, y castigado con el espectáculo de Franco vencedor y España en vías de rehacerse y resucitar. ¡Amarguísimo destino, ése que no perdona a nadie el delito de LESA PATRIA!)
Fue entonces cuando los anarcosindicalistas, a quienes había esclavizado momentáneamente el comunismo, pero que no habían olvidado…
Fin inconcluso de la carta de Jardiel
Hasta aquí llegó la carta. Seguramente se agravó su enfermedad y la interrumpió, sin poder acabarla, ni enviarla jamás. Quedó en el cajón. Salió a la luz en 1967 y ahora han vuelto en encerrarla.
Así se escribe -o se borra- la historia.