Cuando alguien tiene una idea profundamente arraigada, de cualquier tipo, pero especialmente se da con las políticas y religiosas, y se le confronta con una idea contraria o diferente, por muy bien argumentada y apoyada en pruebas de difícil reputación, lo habitual es que ni la escuche ni la acepte.

El siguiente es que es muy probable que intente burlarse de ella como arma defensiva, y recursa a clichés y eslóganes aprendidos como un loro. Esas personas no necesitan (ni quieren) conocer datos, ni investigar o estudiar para reafirmarse en su creencia. Es cierto que hace falta mucho, mucho, mucho coraje para aceptar que se ha vivido en un error y no se puede aceptar. Yo lo sé por experiencia propia.

Si finalmente se plantea a sí mismo aceptarlo, se crea una sensación sumamente desagradable a la que llaman Disonancia Cognitiva. Supone ir contra lo que se ha creído o supuesto hasta ahora, supone enfrentarse a amigos, familiares o correligionarios, que piensan de igual modo al que pensaba esta persona. Supone admitir que se ha vivido engañado, errado o estafado. Quizás un poco de tiempo o quizás casi una vida entera, como fue mi caso, unos 50 años. Es realmente muy duro.

Debido a que es tan duro se vuelve importantísimo proteger esa creencia fundamental y, automáticamente, se ignoran, se niegan y rechazan, a veces con cierto grado de violencia (normalmente verbal) todas las pruebas que se presenten al individuo. Se negará con excusas, a veces ridículas y absurdas, todo aquello que no encaje con su ideología.

Por eso es tan frecuente que se prefieran las mentiras reconfortantes a las verdades incómodas. Por la disonancia cognitiva.
Salir es casi tan difícil como salir de una secta o de la droga. Y sin ayuda, por sí solo, aún más. Pero se puede.