A mi perro Lanzarote le gustaba mucho este lugar. Disfrutaba haciendo ruido al caminar entre las hojas secas que se amontonan en esta verja.
Se notaba que gozaba porque lo repetía una y otra vez, de un extremo al otro.
Tristeza infinita
Lanzarote ya no está, se fue demasiado pronto, en noviembre de 2016, y no lo he superado todavía. Por eso, cuando vuelvo por aquí con mis otros perros, el lugar lo veo así: triste, oscuro, solitario, silencioso, sin ruidos de hojas.
Y con grietas y arañazos, aunque puede que eso sólo esté en mi interior.
No me gusta el sol cuando está en todo lo alto, le huyo en la medida posible. Y especialmente en verano.
Quizás porque nací a las doce del día en plena canícula y mi llegada a este mundo fue demasiado calurosa.
El caso es que me gusta el alba y el ocaso, me gusta cuando la luz es casi horizontal y produce sombras alargadas que parecen huir del sol, como yo.
Me gusta cuando puedo mirar al astro rey cara a cara, sin protección y sin ocultarme tras gafas oscuras.
Fruto de esos paseos tempranos o tardíos, pero nunca de mediodía, son fotos como estas.
Tentegorra – Paseo del Canal
Tentegorra – Monte Roldán
La poesía de José de Espronceda (sí, el de la canción del pirata) que me gusta, sobre todo por cómo empieza, tratando al Sol con cierta familiaridad e incluso un poquito de chulería, aunque al final muestra su respeto es
El Himno al Sol:
Para y óyeme ¡oh sol! yo te saludo y extático ante ti me atrevo a hablarte: ardiente como tú mi fantasía, arrebatada en ansia de admirarte intrépidas a ti sus alas guía. ¡Ojalá que mi acento poderoso, sublime resonando, del trueno pavoroso la temerosa voz sobrepujando, ¡oh sol! a ti llegara y en medio de tu curso te parara! ¡Ah! Si la llama que mi mente alumbra diera también su ardor a mis sentidos; al rayo vencedor que los deslumbra, los anhelantes ojos alzaría, y en tu semblante fúlgido atrevidos, mirando sin cesar, los fijaría. ¡Cuánto siempre te amé, sol refulgente! ¡Con qué sencillo anhelo, siendo niño inocente, seguirte ansiaba en el tendido cielo, y extático te vía y en contemplar tu luz me embebecía! De los dorados límites de Oriente que ciñe el rico en perlas Oceano, al término sombroso de Occidente, las orlas de tu ardiente vestidura tiendes en pompa, augusto soberano, y el mundo bañas en tu lumbre pura, vívido lanzas de tu frente el día, y, alma y vida del mundo, tu disco en paz majestuoso envía plácido ardor fecundo, y te elevas triunfante, corona de los orbes centellante. Tranquilo subes del cénit dorado al regio trono en la mitad del cielo, de vivas llamas y esplendor ornado, y reprimes tu vuelo: y desde allí tu fúlgida carrera rápido precipitas, y tu rica encendida cabellera en el seno del mar trémula agitas, y tu esplendor se oculta, y el ya pasado día con otros mil la eternidad sepulta. ¡Cuántos siglos sin fin, cuántos has visto en su abismo insondable desplomarse! ¡Cuánta pompa, grandeza y poderío de imperios populosos disiparse! ¿Qué fueron ante ti? Del bosque umbrío secas y leves hojas desprendidas, que en círculos se mecen, y al furor de Aquilón desaparecen. Libre tú de la cólera divina, viste anegarse el universo entero, cuando las hojas por Jehová lanzadas, impelidas del brazo justiciero y a mares por los vientos despeñadas, bramó la tempestad; retumbó en torno el ronco trueno y con temblor crujieron los ejes de diamante de la tierra; montes y campos fueron alborotado mar, tumba del hombre. Se estremeció el profundo; y entonces tú, como señor del mundo, sobre la tempestad tu trono alzabas, vestido de tinieblas, y tu faz engreías, a otros mundos en paz resplandecías, y otra vez nuevos siglos viste llegar, huir, desvanecerse en remolino eterno, cual las olas llegan, se agolpan y huyen de Oceano, y tornan otra vez a sucederse; mientras inmutable tú, solo y radiante ¡oh sol! siempre te elevas, y edades mil y mil huellas triunfante. ¿Y habrás de ser eterno, inextinguible, sin que nunca jamás tu inmensa hoguera pierda su resplandor, siempre incansable, audaz siguiendo tu inmortal carrera, hundirse las edades contemplando y solo, eterno, perenal, sublime, monarca poderoso, dominando? No; que también la muerte, si de lejos te sigue, no menos anhelante te persigue. ¿Quién sabe si tal vez pobre destello eres tú de otro sol que otro universo mayor que el nuestro un día con doble resplandor esclarecía!!! Goza tu juventud y tu hermosura, ¡oh sol!, que cuando el pavoroso día llegue que el orbe estalle y se desprenda de la potente mano del Padre soberano, y allá a la eternidad también descienda, deshecho en mil pedazos, destrozado y en piélagos de fuego envuelto para siempre y sepultado; de cien tormentas al horrible estruendo, en tinieblas sin fin tu llama pura entonces morirá. noche sombría cubrirá eterna la celeste cumbre: ni aun quedará reliquia de tu lumbre!!!
Hay un «baile de los pajaritos» que nació en 1958 y ha tenido una larga trayectoria de éxitos en diferentes países. En el mío, España, tuvo su explosión exitosa en 1.981, de la mano de Maria Jesús y su acordeón.
Pero el baile de los pajaritos que a mí más me gusta es el que me ofrecen grupos de gorriones bajo mi ventana ocasionalmente.
No sé el motivo de por qué lo hacen pero, a veces, como digo, se reúnen a revolcarse en la tierra del patio del vecino.
Cierto es que el vecino tiene gallinas y es posible que haya grano suelto del que alimentarse también, pero su baile no está motivado por estar comiendo sino por querer rebozarse en tierra con fines que desconozco.
El caso es que a mí me alegran el rato verles en su danza, sin acordeón ni nada.
Mi madre admiraba a la simpática Raffaella Carrá, además de por su arte, por sus cervicales, decía. Las suyas estaban tan mal que cuando veía a la cantante y bailarina girar y oscilar la cabeza con la facilidad, se asombraba. Y decía que sólo mi perro Arturo, que no es el de la foto, podía superarla.
Arturo cogía con la boca sus juguetes de peluche y los sacudía a una lado y otro con tal violencia que parecía que se iba a descoyuntar la cabeza, pero no. Pero tanto mi madre como Arturo se fueron. Y algunos años después llegó Arquímedes, y superó tanto a Raffaella como a Arturo.
La foto que acompaña estas líneas no es la más representativa pero hasta ahora no he conseguido otra mejor. El caso es que Arquímedes es capaz de poner la cabeza, no ya en ángulo de 180º como aparece aquí, sino hasta 270º. A veces da miedo, parece que se va a partir. Y si no lo hace es que está emparentado con Regan McNeil, «la Niña del Exorcista»
No sé qué pájaros son, ni sé si vienen de África o se van allí, dependiendo del invierno o la primavera. Tampoco sé si están aquí siempre y son fijos, de plantilla. No sé si cantan, silban o tararean «Despacito». No sé nada, vaya.
Bueno, sí sé que cuando salgo temprano a pasear a mis perros, siempre están ahí. Siempre.
Y parecen notas musicales sobre un pentagrama (de tres líneas, sí, ya sé que no sería un pentagrama, que seguro que alguien se indigna y hace algún comentario corrigiéndome; es una licencia poética que me tomo).
El caso es que me alegra verlos, de fondo escucho las ranas croar (en su época, claro), el asno del vecino rebuznar -en serio, tiene un asno, no es al vecino a quien me refiero- y el gallo cantar; ese siempre canta, no depende de las épocas.
Y aunque la foto es mala y está tomada con teléfono móvil malo, porque tengo dos, uno bueno y otro malo, como los polis de las películas, quise recogerlos en mi blog como agradecimiento por formar parte de la alegre banda sonora de mis madrugadas.
Dicen que cuando uno muere, dicen, se ve en un túnel, dicen, y que al final de ese embudo, dicen, se encuentra uno con sus seres queridos, dicen, o con tus mascotas, dicen, o hasta con tu futbolista favorito, dicen.
Plaza en el pueblo de Maro
Yo no estaba muerto, estaba en un pueblecito precioso de Andalucía, y al final de aquel corredor en un parque, había una luz más fuerte que donde yo me encontraba.
Y en esa luz había un señor, sentado y tomando el sol.
No sé quién era, ni se me ocurrió preguntárselo; si llega a ser un pariente mío fallecido me da un yuyu.
En mi baño hay un grifo muy suspicaz y timorato, que se asusta con nada.
Sólo con oír un pequeño ruido por la zona del bidé o la bañera, por ejemplo, ya se pone en guardia y se queda al acecho, temiendo ver aparecer qué se yo qué.
Claro que también podría ser que yo tenga mucha imaginación y se trate solo de una pareidolia de esas que tanto le gustan a Íker Jiménez y estoy percibiendo como una cara lo que solamente son reflejos y sombras. Vaya usted a saber.