Se acaba el verano. Vuelta al cole, vuelta de los anuncios de coleccionables, vuelta de tertulias insoportables en las teles, y vuelta de los chefs: másteres chefs, tops chefs, chefs sobre ruedas, chefs en barco, chefs por el mundo, chefs infantiles… si Ernesto Guevara aquel asesino insigne, resucitara, se dedicaría a la cocina y harían un programa revolucionario: ¡El Chef vive!
No tengo nada contra algunos de esos programas, salvo quizás el exceso e inundación que hay de ellos. Incluso he visto y veo alguno de ellos, en ocasiones porque me interesa aprender qué es la masa filo y otras veces porque, si no hay ninguna película que me guste y tras zapear por todas las TDTs intentando esquivar la basura, es lo menos malo que he encontrado.
Gracias a esos momentos en que descanso los ojos esforzados en los libros y los relajo en la caja tonta (¿se dice todavía así, ahora que son pantallas planas y no parecen cajas?) he aprendido a hacer milhojas y arroz con chorizo.
Pero el que haya algunos programas de cocina que veo no significa que me gusten todos, claro.
Están los que me apenan y son esos que consisten básicamente en humillar, insultar, avergonzar y machacar al concursante masococinero que está dispuesto a renunciar a cualquier atisbo de dignidad con tal de conseguir un premio, una oportunidad laboral o sus diez minutos wharholianos de fama.
Eso de prestarse a la humillación está a la orden del día. Supongo que, como tantas cosas, ha existido siempre pero ahora se ve más por el alcance de los medios de difusión.
Ya sean Grandes Hermanos Mayores; Sálvames; Mujeres, Hombres y Tantomontas, Nuestros Primeros Padres en pelotas, Quién Es La Gilipollas Que Quiere Casarse Con Mi Pedazo De Carne, y un etcétera más largo que la muralla china, hay donde elegir. Solo falta El Chef vive.
Hasta se puede votar a los que hay que cortarles el cuello o permitirles vivir hasta la siguiente masacre. La única diferencia con los romanos imperiales es que en lugar de levantar o bajar el pulgar, se manda un sms o algo así.
Pero igual de asilvestrados estamos. Tanto los que están en la arena como los que berreamos desde las gradas.
Por no ser excesivamente negativo, reconoceré que incluso en entre los programas humillantes se puede aprender algo.
Por ejemplo, ya sé que la cocina de cualquier restaurante que salga en esos programas de pesadilla está regentada por guarros y tiene más mierda que el palo de un gallinero.
Al menos ya sé a dónde no tengo que entrar. Porque el ser guarro es como un sacramento de los que imprimen carácter. Marrano una vez, marrano para siempre.
Jajajajajaja ¡Muy bueno! Sí señor.