Era un Corgi Galés de Pembroke. Nunca supo dar la pata.
En realidad ni supo ni quiso, le molestaba mucho que se las tocaran y era casi el único motivo por el que enseñaba los dientes, aunque había algún otro; también se los enseñaba a las moscas pegajosas de verano que le molestaban, en su creencia ingenua de que así las asustaría y le dejarían tranquilo.
Era inteligente, muy inteligente, el más inteligente de los que he tenido y tengo. Y era tierno y cariñoso.
Tenía un corazón muy grande, capaz de querer a todos los miembros de la familia, cercana o lejana, a los vecinos.
Especialmente a los niños, a los que buscaba para que le acariciaran.
Quería a los que venían por casa con una mínima regularidad, fuesen el peluquero, el frutero, la limpiadora o quien fuese.
Se encargaba de mostrarle su cariño todas las veces que viniera.
Quería estar con todos a la vez y, cuando no era posible, buscaba un punto equidistante, que podía ser en mitad del pasillo, para estar a la misma distancia de la cocina que del despacho, por ejemplo.
Al estar escribiendo esto echo de menos el bulto de su cuerpo recostado a mis pies.
El corgi galés que sobrevivió
No le gustaban los conflictos ni las peleas, le gustaba llevarse bien con todo el mundo salvo con otros perros.
Especialmente le desagradaban los perros negros y grandes.
Se ha ido en plena ola de frío, quizás ha aprovechado para hacerlo porque detestaba el calor tanto como yo; a lo mejor porque los dos nacimos en plena calorina veraniega.
En su caso, la aversión al calor podría estar incluso más justificada porque un hijo de perra de dos patas lo metió a él y a sus hermanos, hijos de perra también, pero de cuatro, recién nacidos y con el cordón umbilical aún unido, en una bolsa y los colgó en una verja, al sol… ¡un tres de Julio!
Eso, por estas latitudes, es una sentencia de muerte casi instantánea pero una buena samaritana los recogió a tiempo a él y a sus hermanos y se salvaron todos.
Era un Corgi galés de Pembroke, (hay otra variedad de Corgi Galés de Cardigan) y se llamaba Arturo, pero es que no podía llamarse de otro modo.
Cuando aún no lo conocíamos pero íbamos a ir a por él, con solo dos días de existencia que tenía entonces, en casa deliberamos el nombre a ponerle.
No hubo consenso, por lo que procedimos al democrático sistema de meter todos los nombres en una bolsa y elegir un papelito al azar.
Predestinado a llamarse Arturo
Mi elección que, a la postre fue la que salió, fue “Arturo” porque, en aquel momento, el libro que estaba leyendo era uno más de la leyenda artúrica y el reino de Camelot.
Cuando fuimos a recogerlo, la amiga que lo había salvado y que lo tenía en su casa, ya le había puesto nombre por su cuenta, pero no fue problema porque, sin saber nada, ¡había decidido llamarle Arturo!
Era un cachorro que cabía en una mano.
El veterinario no supo decirnos de qué raza era y es que en España estos perros son muy raros de ver.
Tan raros que no he visto ninguno salvo él y sus hermanos, aunque son muy populares en otros países, sobre todo los de la órbita británica.
Cuando creció y se desarrolló supimos que era un Pembroke Welsh Corgi, es decir un corgi galés de Pembroke.
La palabra corgi en gaélico significa “perro enano” porque, aunque fuertes, tienen las patas muy cortas.
Supimos también entonces que era un perro de pastor pero, sobre todo, que es el perro oficial de la familia real británica, donde tienen gran cantidad de corgis.
Fue entonces cuando nos convencimos en casa de que siendo el perro de los reyes de Inglaterra, el nombre de Arturo estaba predestinado para él.
Ha reinado en mi casa durante 14 años y ahora toca aprender a vivir sin él y con sus recuerdos. Y no va a ser fácil.
Son muchos los perros que ha habido y hay en mi vida, unos propios, otros no propios pero muy cercanos y otros un poco menos cercanos.
Diana, Por Favor, Quirón, otro Por Favor, Nacho, Yanqui, Comotú, Bartolo, Pumuki, Lúa, Barnie, Patxi, Rolfo, Baloo, Nelson, Harry…
La mayoría ha desaparecido ya y todavía quedan algunos. Pero no he conocido ninguno como Arturo, el corgi galés que nunca quiso dar la pata.
Ahora ya no está pero, como siempre hacía, me sigue observando. Al menos desde una pegatina en la ventana de mi despacho. Seguro que está ahí.
El rey ha muerto. Viva el rey.
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